Por Carlos Carballido ()
Dallas.- No es la primera vez que sucede. Cuando cayó la URSS, alrededor de 1990, en Cuba pasamos literalmente hambre, plagas, apagones eternos, violencia urbana, éxodos masivos.
Han pasado 34 años y vuelve otra vez el ciclo, pero con mayor capacidad de preparación para afrontarlo. ¿Y por qué ? Porque los de aquí nos encargamos de enviar los recursos de sobrevivencia para que alegremente los de allá vuelvan a soportar las penurias una y otra vez y una y otra vez.
No supimos detener la hipnótica tesis de la obligación de mantener a los nuestros sencillamente porque familia y amigos son lo primero.
No supimos entender que de una tiranía se emigra solo por libertad, no por convertirse en cajero automático de los que decidieron quedarse o en el peor de los casos de los que prefieren aguantar porque el de allá me tirará ‘un salve’ cada vez que lo pidan o lancen una puya.
Desde el periodo especial, -antes, pero en ese punto con mayor énfasis- hemos sido los de aquí los que hemos estado alargando la agonía de ese pueblo. Viviendo sin la prosperidad americana para enviar migajas y espejitos de vidrio a los atrapados por el “charco” castro-canelista.
Y entonces me pregunto: ¿valió la pena? ¿Cuánto tiempo más seguiremos tirando la tabla de salvación para los que gobiernan allá se den el lujo de apagar a una isla y poner a parir en seco a millones de compatriotas?
Yo, de esto, me di cuenta no más me largue de aquella basura. Y reconozco que también empaqueté esas migajas para La Habana, también pasé por las tarjetas telefónicas para hablar dos minutos, dejando a mi madre en amargura de la incomodidad e incomunicación. Y como todos, pasé desde el envío de dinero a través de Canadá para que mis padres comieran cuando dijeron que el Periodo Especial había terminado, hasta usar con el mismo fin a las mulas miamenses que al final iban a kimbar jineteras o pingueros.
Y ante tanta “mariconá” tengo mis propias respuestas, porque no he sido crítico de lo que no he vivido sino de lo que también he sufrido. Porque igual me traje, con el consabido rompimiento, a familiares de sangre como la Anabel de San Nicolás y a otros que igual se colgaron de mi bondad para al final seguir contribuyendo al círculo vicioso de tiradera de salves para alargarlos en la agonía.
Y sigo insistiendo en lo mismo: ¿Valió la pena tanto sacrificio, o sencillamente nosotros somos culpables de darle sardinitas o guajacones podridos a los nuestros en vez de enseñarlos a pescar?
La respuesta es obvia. Hemos estado todo el tiempo oxigenando a esos hijos de meretrices que hoy tienen a un pueblo sin luz y con un hambre de cuatro varas.
Ellos no. Ellos quizás estén tomando una cerveza o un buen cafecito viendo como los de aquí hemos sido los perfectos comepingas hipnotizados con aquello de que mi familia primero.