Por P. Alberto Reyes ()
(Evangelio: Marcos 10, 17-30)
Camagüey.- Existe una distinción entre “los bienes” y “el bien”. Los bienes se refiere a todo lo que poseemos, no sólo materialmente sino en cualquier área de nuestra vida. El bien es el efecto que esos bienes pueden generar cuando se comparten.
El ser humano necesita de los bienes, pero no encuentra la felicidad en acumularlos, porque está programado intrínsecamente para amar, y el amor lleva, necesariamente, a compartir, a dar y darse.
El joven rico se arrodilla delante de Jesús. En el evangelio de Marcos, son los enfermos los que se arrodillan ante Jesús. Marcos nos habla del leproso, que no le pide a Jesús que lo cure sino que lo purifique, porque su enfermedad (considerada impura) lo había aislado de la comunidad, y este hombre quiere poder volver al abrazo de la comunidad. Luego está el endemoniado de Gerasa, que también vivía aislado, solo entre las tumbas, haciéndose daño a sí mismo y a los demás.
¿Por qué este joven se arroja a los pies de Jesús, como hicieron el leproso y el endemoniado? Porque también él es un enfermo. Atrapado por su apego a los bienes, vive aislado, y de algún modo se da cuenta de que hay algo que no funciona, experimenta una insatisfacción que no le evitan sus bienes. De ahí su pregunta: “¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?” ¿Qué debo hacer para entrar en la armonía de vida
que viene de Dios?
Jesús le responde con el Decálogo, pero en su respuesta omite los mandamientos relativos a Dios, sólo menciona los mandamientos que hacen referencia a los demás. ¿Por qué? Porque lo que desea transmitirle es: “Si quieres que tu vida esté en sintonía con Dios, necesitas mostrar amor a los demás”. Es la misma idea que expresa san Juan en su primera carta: “Si Dios nos ha amado tanto… (no dice: ‘nosotros también debemos amar a Dios’, sino)… nosotros también debemos amarnos los unos a los otros”.
Por eso Jesús invita a este joven a dar un salto y a acoger lo que permite encontrar el sentido de esta vida, de cualquier vida, que no es poseer los bienes sino compartirlos, convertir la propia existencia en un regalo, en fuente de felicidad para aquellos con quienes se convive.
Pero no hubo salto, prevaleció el apego a los bienes. El joven rico prefirió los bienes al bien.
El desprendimiento no es sencillo. El atractivo de poseer está en que, al menos en el plano material, las riquezas dan lo que se les pide, y ante lo incierta que es la vida, sentir que se tienen “las espaldas cubiertas” es una ilusión que encubre la trampa del miedo a no tener, que es generada por el apego, y encubre también la insatisfacción interior que produce el egoísmo.
Cuando se orienta la vida al bien, y se ponen los bienes en función del bien, todo cambia. Y esto implica no sólo compartir los bienes materiales sino también el conocimiento, el tiempo, la compañía, el hombro arrimado en el momento necesario, la escucha, el “estar”… Porque a veces es más fácil dar algo material que parar para abrazar el espíritu atribulado de la persona que tenemos delante.