Por Jorge Sotero ()
La Habana.- La cotidianidad tiende a convertirnos en seres ajenos a lo que ocurre a nuestro alrededor, tanto que, en ocasiones, no nos damos cuenta del deterioro, paulatino o acelerado, que sufren las personas, las calles, las construcciones, las escuelas y la sociedad misma.
Muchas veces recorreremos cuadras y cuadras absortos en nuestros propios pensamientos, en las preocupaciones de toda hora, sin darnos cuenta de que todo a nuestro alrededor continúa con su acelerado proceso de degradación.
Pasamos por debajo de un balcón apuntalado y seguimos, porque tenemos cosas más importantes en las cuales preocuparnos. Esquivamos unos escombros en plena calle, o vemos un viejito intentando vender un periódico, atrasado tal vez, para reunir un poco de dinero y comprar un pan, un café o los medicamentos de la presión.
Vemos cómo el dirigente que vive en la otra calle entra y sale de su casa en el carro. No para, no se detiene. No resuelve nada, pero se mueve constantemente, despilfarra el combustible en un país donde no hay para mover a un enfermo a un hospital, o para sacar a un muerto del lugar donde falleció y llevarlo a la funeraria o directo al cementerio, porque han pasado las horas y sigue en el mismo sitio, con el riesgo de descomponerse por el calor.
Vemos niños fumando cosas extrañas y lo creemos normal. O chicas esperando en una esquina que venga alguien a recogerlas a cambio de unos dólares, una noche en un hotel, o un poco de comida o pacotilla con la cual volver a casa.
Llegamos al aula de nuestros hijos y nos damos cuenta de que no hay pizarra, ni tiza. Solo un pedazo de cartón partido en el cual la maestra intenta explicar un ejercicio matemático. O vamos por una calle y tenemos que apartarnos porque el olor de la basura nos hiere las retinas.
La basura está por doquier. Algunos culpan al vecino por arrojar su bolsa fuera de un tanque que está lleno, pero, y los responsables de recogerla, y a los encargados de garantizar que hayan carros colectores, combustibles, contenedores suficientes para echarle, qué se hicieron.
La Habana está cubierta de basura. No solo el barrio apartado en Marianao o en San Miguel del Padrón, sino lugares céntricos, a decenas de metros de donde pasan los gobernantes y los pocos turistas que vienen ya a esta capital.
Los gobernantes no hacen nada, y la gente se adaptó a convivir con la basura, que es como hacerlo con las enfermedades y las plagas. Y la población debería alzar la voz, clamar, exigir, porque si ellos, los Castro, se apoderaron de todo, y quisieron controlarlo todo, que se encarguen también de la basura.
Las fotos que acompañan esta nota me las encontré en las redes, todas de un tirón, y me pusieron a pensar en las veces en las cuales he pasado por microvertederos así y ni me he detenido a tomar una imagen, porque hasta para mí se ha vuelto normal tropezar cada día con estas cosas.
Admito que nos han hecho daño y ahora mismo tengo dudas sobre si es irreversible o no. Ojalá que un día podamos superar estos momentos y volver a ser un país normal. Por si acaso, voy a dejar un mensaje alentador: cuando terminó la Segunda Guerra Mundial Japón casi no existía, víctima de miles de toneladas de bombas lanzadas sobre sus ciudades y pueblos, incluyendo dos bombas atómicas, y en menos de 20 años Tokio organizó unos Juegos Olímpicos, los de 1964.
Se puede cambiar. ¿Quién dijo que no? Pero antes hay que cambiar a los que gobiernan.