Por Carlos Carballido ()
(A pedido de la tierra del Níquel)
Dallas.- Recuerdo perfectamente a aquel hombre alto, de andar lento y cabizbajo parado frente a la puerta de la casa de mi infancia. Traía siempre cabello hasta los hombros, chivito de Fumanchú y un cuchillo a la cintura que según las malas lenguas contenía más muestras de ADN que un laboratorio de sangre.
Eran los años turbulentos de los 70 en un Marianao profundo y violento. Jamás me preocupé por saber su verdadero nombre. Mis padres le llamaban El Chino, quizás porque su madre mestiza lo parió como fruto del amor con el “narra” tintorero del barrio llamado Luis Qiang.
Me gustaba mucho cuando nos visitaba los fines de semana, porque solía traerme caramelos que hacia su anciano padre y cuya receta jamás pudo descubrir mi madre.
El Chino tenía una admiración casi patológica por mi padre. Salido de la cárcel por barrer literalmente el piso con el jefe de sector, mi padre fue el único al que no se le aflojaron las patas y metió las manos por él para llevárselo de ayudante en el central azucarero Manuel Martinez Prieto, donde no se despegó del viejo hasta sus últimos días.
Eran tiempos de supervivencia.
Los viejos cubanos acababan de reconocer el error cometido en el 59 pero, de igual manera, la chivatería se había convertido en patente de corso para muchos y, a pesar de todo, El Chino siempre cubría las espaldas de mi padre para vender en el barrio la “walfarina” que destilaban en el patio de mi casa.
– Tranquilo mi ekobio. Usted produce pa la “iria” que yo pongo el pellejo porque a usted hay que cuidarlo.
En lo personal le debo mucho a ese hombre cabal que ganó el respeto de la delincuencia marianense no solo por haber sido el Nsakó que mejor cantaba en el Plante Orú Apapá Kondomína Méfe, sino por cumplir los principios sagrados del abakua de buen hijo, buen padre y buen amigo que día tras día me lo recordaba como condición para ser honorable en esta vida.
Tanto era así que mi padre lo mandaba a la casa a la hora del almuerzo con la cantina con la que el cocinero del ingenio le pagaba a mi padre la walfarina, con una porción extra de pollo o carne para mí.
Llegaba sudoroso, luego de recorrer el kilómetro que separaba al ingenio de la casa. Desde la acera llamaba a mi madre para entregar la encomienda y jamás, a esa hora, cruzó la puerta a pesar de mis perretas infantiles y de las múltiples invitaciones de mi madre a una tacita de café.
De adolescente, cuando ya los años lo habían deteriorado bastante, le pregunté ¿por qué lo hacia?
Su respuesta aún la tengo fresca, a pesar de que ha pasado medio siglo:
-La mujer de un ekobio es sagrada. Fue una mujer quien salvó nuestro fundamento (Tanze) . Si su hombre no está presente , por principio no se entra a esa casa aunque por ella también demos la vida. Y ocúpate de hacer eso siempre aunque no seas un Obonekué (iniciado)