Por Eduardo González Rodríguez ()
Santa Clara.- Es 1859, por ejemplo, y este tipo tiene su pequeña granja en el oeste árido y salvaje. Un breve manantial -que Dios puso allí de casualidad- nacía entre piedras, como un hilo de seda, para luego abrirse sobre el suelo formando un riachuelo donde podían beber las vacas, los caballos, los pájaros y cualquier viajante que fuera de camino.
Trescientos metros más allá, el riachuelo volvía a esconderse en la tierra.
Así que este tipo era feliz con su mujer embarazada, con su riachuelo minúsculo, con veinte vacas, dos caballos y el cielo sobre la cabeza.
No muy lejos de allí había un pueblo, un dueño de pueblo, un sheriff, cuatro policías y un letrado. Y había también una ambición muy grande. El dueño del pueblo renegaba de Dios y del imbécil que levantó una iglesia, un cementerio, dos tiendas, veinte casas, un banco y un bar lejos del agua. Y allá, a ver al tipo del rancho, mandó el dueño del pueblo al sheriff con la encomienda de ofrecerle dinero por las tierras.
Pero el tipo tenía sueños y no quiso vender. Quizás en dos años, con un poco de suerte, tendría cien vacas, unos cuantos caballos y un niño correteando en los corrales.
Entonces el sheriff montó al letrado en una diligencia para que recorriera treinta pueblos. Quería saber qué tan limpio era el hombre del rancho. Algún desliz habría cometido, algún pecado, un error que bastara para empapelarle la tierra con el agua. Pero después de treinta pueblos regresó el letrado con muy malas noticias: aquel era un hombre bueno.
«¡De cualquier manera hay que quitarle lo que tiene!» gritó el dueño del pueblo y puso en la mano del sheriff una bolsa con dinero. El sheriff le dio una moneda a cada policía. «Hagan lo que tengan que hacer. No les pasará nada».
Y allá se fueron las fuerzas del orden, y sin decir palabra, le dispararon al hombre, a la mujer, a los caballos y a las vacas.