Por Eduardo Díaz Delgado ()
La Habana.- Te he escuchado muchas veces decir que la vida en Cuba, a pesar de todo, sigue. Que la gente aguanta. Pero a veces me pregunto si te das cuenta de lo que significa «aguantar» en este país. Porque no es solo pasar trabajo, no es solo quedarse sin luz, sin comida, sin medicinas. Es vivir en una constante degradación, una caída lenta, pero imparable, de lo que alguna vez fue la vida normal de un cubano. Es ver cómo, cada día, se pierde un poquito más de lo poco que queda.
A veces dicen que, cuando la situación sea insostenible, cuando el país toque fondo, la gente se rebelará, se levantará. Pero, ¿cómo puede alguien seguir creyendo eso? ¿No te das cuenta de que ya se está ahí? Ya se ha llegado a ese último aliento. La resistencia no es un signo de fuerza, no es motivo de orgullo. Es, más bien, una trampa. Porque nos enseñaron a creer que resistir era casi heroico, cuando en realidad lo que se está haciendo es sobrevivir a un conflicto que nunca fue deseado, a un litigio que nunca fue nuestro.
Todo esto comenzó hace décadas, cuando las políticas de Fidel Castro empezaron a moldear a un país a su imagen y semejanza. Y durante mucho tiempo, muchos creyeron en esa promesa. Pero, míranos ahora. El país que una vez fue, la república que existía antes de mil novecientos cincuenta y nueve, no tiene nada que ver con esta sombra en la que se ha convertido. La vida no tiene comparación.
Ahora queda un país donde las infraestructuras están destrozadas, la economía en ruinas, y la esperanza… bueno, la esperanza es algo que cada vez menos cubanos pueden permitirse. Porque se sigue esperando que, de alguna manera, el futuro traiga algo mejor. Pero, ¿cómo puede mejorar si se sigue el mismo camino de siempre, con los mismos errores, la misma inercia?
Y mientras tanto, la Revolución sigue ahí, aferrada al poder, sin dar una opción, sin permitir una variante, una elección real que deje ver otro futuro. Nos hacen creer que no hay otro camino, que esto es lo que queda. Pero fuera de aquí, fuera de esta isla que parece hundirse más cada día, hay miles de cubanos que han encontrado otra vida. Están en Estados Unidos, en España, en cualquier rincón de Latinoamérica, y tienen algo que aquí parece imposible: libertad.
Esa es la verdadera ironía, ¿no? Que mientras los que están en Cuba siguen resistiendo, sin alternativa, sin un respiro, muchos de los suyos ya han encontrado una manera de vivir, de prosperar, fuera de estas fronteras. Mientras la revolución insiste en que la lucha continúa, cada vez más cubanos hacen sus vidas lejos, sin esa batalla que nunca pidieron.
Lo peor de todo es esa idea de que la resistencia es loable, que es una muestra de fortaleza soportar. Pero resistir solo significa aguantar un poquito más mientras todo se desmorona alrededor. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que no quede nada? Si se sigue así, este país, tal como lo conocemos, sencillamente desaparecerá.
Y aún hay quienes, sobre todo entre las generaciones mayores, ven en esta resistencia un motivo de orgullo. Para ellos, resistir ha sido casi una misión de vida, como si soportar lo insostenible fuera un deber. Y es ahí donde radica una de las grandes crueldades de todo esto: al tratar de imponer esa resistencia a las generaciones más jóvenes, nos piden que asumamos una lucha que no sentimos propia. Resistir nunca fue un proyecto de vida para los más jóvenes; fue una obligación impuesta por quienes aún creen en ese romance con la resistencia.
¿Vale la pena hacer sufrir a una generación entera, o a todas las que vinieron después, por aferrarse a una idea que ya no funciona? Al final, somos nosotros, los jóvenes, quienes más estamos sufriendo por la falta de futuro, aunque la realidad a quienes más golpea es a los de esa misma generación que tiene a los que mantienen un romance con la revolución.
Es cruel empecinarse en salvar algo que está roto. Porque cuando el camino es el equivocado, no se puede valorar todo el tiempo que se ha invertido en recorrerlo como algo que se puede perder. Lo que realmente se pierde es todo el tiempo que sigue invirtiéndose en ese camino, sabiendo que es el errado, tiempo que podría ser utilizado para corregir, para encontrar una nueva dirección.