Por Esteban Fernández Roig
Miami.- Me parece que fue ayer, cuando le decía “adiós” al paraíso hogareño y al infierno castrista callejero.
Sumido en la tristeza y al mismo tiempo con deseos de dar brincos de alegría.
Daría el mismo recorrido de aquel “viajecito a La Habana”, que hace poco les conté, pero esta vez era- no lo sabía- sin regreso.
Sentía la alegría de que mi libertad inmediata estaba a pocos kilómetros al montarme en un vuelo de la Pan American, y el desconsuelo de que atrás dejaba a un pueblo sojuzgado…
La tranquilidad de haber realizado infantilmente todo lo humanamente posible por advertir a los incautos del gran desastre que les venía encima. Y la pena de que no me hicieran caso.
Arribar a Miami, extrañando a padre, madre, hermano, amigos, barrio, pueblo, país, pero con la frente en alto a sabiendas de que al primer chance cogería un rifle y regresaría siendo un libertador. Y lo cogí.
Regocijo al entrar a un “Publix” y verlo atestado de los productos cubanos que increíblemente se habían exiliado antes que yo.
Y sin darme cuenta, sin buscarlas ni esperarlas, sorpresivamente, por mis mejillas rodaron lágrimas al pensar que en “La Huerta Cuba”, el pueblo de las hortalizas y las papas gigantescas, escaseaban hasta los tomates. Por culpa no de un embargo sino de unos HP.
En ese instante -y después por muchos días, meses y años- me perseguía la duda: ¿Hice bien o mal en salir de Cuba?
Hoy al ver la enorme destrucción de la Patria, y al sentir la plena seguridad de que -por mi forma de ser y pensar- en Cuba hubiera cumplido 20 años de prisión, le doy un millón de gracias a mis padres por haberme instado a salir de allá.
Y al llegar a los 62 años en el exilio, sin patria pero sin amo, me siento muy contento de haber salido del infierno castrista, sin claudicar, fiel a una causa, tranquilo, feliz de vivir en el mejor país del mundo, amando a mi patria, odiando al régimen que la oprime, y rodeado de cubanos de buena voluntad como ustedes.