LA DEGRADACIÓN DE LOS CENSORES

CUBALA DEGRADACIÓN DE LOS CENSORES

Por Alina Bárbara López Hernández (CubaXCuba)

Matanzas.- Cuando las revoluciones degeneran en parodias, los discursos se apartan de la realidad igual que la mentira se aparta de la verdad, lo legítimo cede paso a lo legal, los símbolos se desgastan y la hegemonía —hija del consenso— queda huérfana; los primeros en declinar y quedar desnudos, como el emperador del cuento de Hans Cristian Andersen, son los censores.

Los sistemas políticos férreamente autoritarios y verticales —como el que existe en Cuba—, generan esta casta utilísima e imprescindible para el poder, vinculada especialmente al campo cultural e intelectual, que es donde se produce y reproduce la ideología oficial o de Estado. Desde el mismo inicio del proceso cubano se entronizó este grupo, que pronto dispuso de santas escrituras: «Las palabras a los intelectuales» pronunciadas en 1961 por Fidel Castro, y de su propia iglesia: el Partido Comunista, refundado en 1965.

Numerosos fueron los actos de censura, o los intentos de ejercerla, ocurridos en la primera década de la Revolución. Algunas personas apenas conocen la ejecutada contra el documental PM, porque fue el detonante del encuentro de Fidel con un grupo de intelectuales en la Biblioteca Nacional en junio de 1961. Recomiendo al respecto el libro Polémicas Culturales de los 60 —selección y prólogo de Graziella Pogolotti—, texto valioso que reúne cinco importantes polémicas rescatadas para la memoria. Su nota de contracubierta explica: «(…) los artículos, ensayos, declaraciones y cartas que las conforman documentan los divergentes criterios con que sus autores discutieron, en pleno proceso revolucionario (…)».

Muchas de aquellas controversias se difundieron en revistas y periódicos, en declaraciones firmadas o cartas públicas. Porque no eran vergonzantes los censores de los inicios. Ellos se sentían poderosos, disfrutaban del enorme dominio que otorga la hegemonía. Su poder era mayor que el conferido a los censores de hoy por la plana mayor de Seguridad del Estado y toda la policía política junta. Pues el verdadero poder es el que logra controlar sin necesidad de ejercer la violencia, y esa condición jamás volverán a disfrutarla los que gobiernan este país.

En aquel momento, sin embargo, tenían a su favor que el joven proceso generaba entusiasmo y expectativa mayoritarios. La confianza en el futuro era palpable. Según una encuesta realizada por Hadley Cantril a mediados de la década del sesenta, el 74 por ciento de los cubanos encuestados anticipaba un futuro propicio.

Saberse hegemónicos garantizó a los censores confianza y seguridad en sus determinaciones, por arbitrarias que fueran. La censura es un mecanismo de instrumentalización y condicionamiento para el presente y el futuro; de ahí la importancia de que no pasara desapercibida. Fue así que al serle conferido el premio Uneac 1967 a dos libros incómodos: Fuera de Juego y Los siete contra Tebas, los censores no tuvieron a menos impugnar, con votos discrepantes, la decisión del prestigioso jurado. Asimismo, decidieron que la famosa «autocrítica» del poeta Heberto Padilla fuera hecha ante una sala repleta de intelectuales.

Las polémicas de los sesenta muestran en el rol de censores a figuras provenientes en su mayor parte de las filas del viejo partido comunista, como Blas Roca, Mirta Aguirre, José Antonio Portuondo o Edith García Buchaca, entre otros. Varios de los mencionados eran intelectuales notables, aunque profundamente sectarios, que se habían entrenado en la controversia al haber formado parte del sistema parlamentario republicano desde los años cuarenta.

Recordemos que los comunistas cubanos disfrutaron de una condición inusual a este lado del hemisferio: formaron parte con una pequeña delegación de la Asamblea Constituyente que redactó la Constitución del 40; tenían representación en el Senado y la Cámara, además de disponer de revistas, periódicos, talleres de impresión propios, una emisora radial por breve tiempo (pero acceso a la programación de casi todas las emisoras), una editorial e incluso una productora cinematográfica.

Cuando leemos los argumentos con que aquellos censores pretendían rechazar una obra (libro, película, pintura…) o limitar la libertad de expresión y elección de los artistas e intelectuales más jóvenes, asombra la profundidad y agudeza de los mismos, por muy en desacuerdo que se esté con ellos. Tenían una amplia cultura, capacidad expositiva para construir sus tesis, y, sobre todo, confianza absoluta en lo que predicaban.

Actualmente la situación es diferente. Los censores de esta época carecen —salvo excepciones— de la formación cultural y capacidad teórica de sus predecesores (sí, hasta para dogmatizar es necesario conocer teoría y tener muchas lecturas y cultura); y para colmo, ideológicamente estos no le llegan a los talones a aquellos, que tenían convicciones políticas arraigadas, aunque deformadas, en que era posible construir una sociedad superior.

Los censores de este tiempo saben a qué punto hemos llegado; uno que se aleja años luz de la sociedad modélica prometida a varias generaciones de cubanos. Por eso no se atreven a dialogar honestamente acerca de la realidad que vivimos; sobre nuestras aspiraciones y necesidades.

Ocurre que dicha realidad los desafía, por eso pretenden ignorarla. Apelan entonces a normativas, reglamentos y estatutos. Como carecen de convicciones no les quedan ideales defendibles, dejan entonces que sean los estatutos los que hablen por ellos. Quién diría que los artífices de la Batalla de Ideas serían sus primeras y deshonrosas víctimas.

En ausencia de ideales y razones, se han apropiado de ciertas prácticas distintivas de la policía política: arrebatar móviles; prestarse a dar una golpiza dentro de un ómnibus a intelectuales y artistas que solicitaban ser atendidos en el Ministerio de Cultura; plantarse en medio de un parque para desafiar, redes sociales mediante, a un duelo «a piñazos»; expulsar de instituciones culturales a críticos incómodos; suspender presentaciones de libros sin dar la cara…

Es demasiado su temor. Se han convertido, apenas, en caricaturas menguadas de los antiguos «dueños de la verdad». Se quejan de que «les roban las palabras» o de que los quieren «colonizar culturalmente»; ellos, que colonizaron y robaron por décadas nuestras palabras. Como me dijo un colega y gran historiador: «les falta hasta la actitud beligerante del que tiene la razón».

Ni siquiera se atreven a entregar documentación que pueda descubrir sus nombres —quizá en el fondo se avergüenzan aunque no lo reconozcan, o no desean dejar memoria futura que los inculpe—, por eso realizan únicamente «comunicaciones verbales» de sus atropellos o escriben nebulosos artículos y declaraciones llenos de una retórica incomprensible, que resultan, parafraseando a mi estimado amigo Arturo Mesa: turbios e indescifrables, y donde no aflora la valentía de dejar en claro de qué se trata.

Los que lean este artículo pensarán que mi reciente separación de las filas de la Uneac es la que provoca esta comparación. No es así. Cuando en el año 2020 fue sustraída (no hay otro término), la cubierta de mi libro En tiempos de blogosfera por el entonces director provincial de Cultura de Matanzas —que cumplía orientaciones, según me confesó, de «una instancia del Partido a nivel nacional»— con el fin que no fuera presentado en la Feria del Libro de La Habana, ya había denunciado la degradación de esa casta auxiliar del poder. En las «Palabras dichas en la no presentación de un libro. Sala Carpentier de La Cabaña», expresé:

«Se ha llegado a un punto hoy en que se echan de menos aquellos viejos censores comunistas de las primeras décadas del proceso, que, llenos de dogmas y de prejuicios, tenían el valor de oponerse, tenían ideas que oponer y una cultura sedimentada para poder hacerlo francamente. Se ha pasado de la época de Torquemada a la de Al Capone, de objetar las tesis de un texto a secuestrar su cubierta, como si se tratara de una pandilla delincuencial de quinta categoría. Es patético y decadente».

En los cuatro años transcurridos desde ese incidente, la decadencia ya es degradación.

(Alina Bárbara López Hernández es profesora, ensayista y editora. Doctora en Ciencias Filosóficas y miembro correspondiente de la Academia de la Historia de Cuba)

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