Por Yoandy Izquierdo Toledo ()
PInar del Río.- Casi nunca escribo de ella. Eso suele suceder cuando no hace falta pregonar lo que se siente, lo que otros con sus propios ojos pueden constatar y por su propia experiencia pueden sentir. Eso suele suceder cuando vale más el amor que el protagonismo en las redes, el tiempo de calidad que la foto posteada, el cariño real que el color de rosa virtual y edulcorado.
Pensar en ella evoca en mí tres palabras que pueden servir también para muchos, o que seguramente comparto con otros este gran regalo que la creación divina nos ha concedido. Agradecimiento, amor e incondicionalidad. He aquí tres grandes valores humanos que son el denominador común de muchas de ellas, si no de todas.
Decía un sabio que el agradecimiento es el único de los excesos permitidos, precisamente porque nunca es demasiado el gesto de dar gracias por las pequeñas y grandes obras en la vida. No existe obra más sublime, no existe mayor regalo de Dios que el don de la vida. Es el primer y gran motivo de agradecimiento que a ellas le debemos. Es el primer sí que han dado por nosotros, la primera elección en favor nuestro, sucedida por el tiempo que cada uno ha transitado a su lado en el azaroso camino de la vida, que se hace más llevadero con su hombro y su almohada, con su consejo y su guía, con su saber estar afectivo y efectivo. La gratitud es saber dar gracias por todo lo importante que tenemos en nuestras vidas, por las cosas que van sucediendo, por las podas y las etapas de crecimiento. Y en todos esos momentos, tenerlas cerca hace la carga más ligera y el tránsito seguro.
Me uno a las palabras de agradecimiento de San Juan Pablo II, en su carta a las mujeres en 1995, cuando agradece a la mujer-madre por convertirse “en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual le hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y le hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el posterior camino de la vida”.
Ellas son el amor en su máxima expresión. El amor, que no se puede encasillar y no se puede ubicar en un molde, encuentra en ellas su cúspide. El amor en la plenitud de sus dimensiones, fuerte e intenso, capaz de superar su propio cansancio para entregarse a los demás, sobreponerse a las angustias más grandes, los desvelos más prolongados y las enfermedades más graves, para darse a los suyos sin alarde y sin cuotas, tan solo por el bienestar y la educación de su descendencia. Su amor, desde lejos o cerca, como decía el Apóstol de Cuba, es el sostén de nuestras vidas, y cuando ella falta, la tierra se nos abre debajo de los pies.
Ellas son, en sí mismas, un servicio de amor, un amor heroico en medio de las vicisitudes diarias, de los miedos innatos que guardan en su corazón para no transmitir más que consejo, sabiduría y fortaleza. Y cuando llega la noche oscura, en sus soledades interiores reposan todo el agobio, lo dejan allí para aportar hacia afuera las riquezas de su sensibilidad, su intuición y su constancia.
Ese amor, vivido, experimentado y repartido solo por ellas, es incondicional. La incondicionalidad, que por lo extraordinario de su amor, hace que la retaguardia esté segura. Los que hemos experimentado tenerlas cerca no solo en la alegría, sino también en la cruz, sabemos bien de qué se trata. ¡Cuánto se agradece tenerla cerca apoyando nuestras causas! ¡Cuánto se agradece su valentía cuando nosotros, conscientes de los riesgos de lo que hacemos, las tenemos a nuestro lado por los caminos de la verdad y la libertad responsable! ¡Cuánto se agradece escuchar en lugar de un “cuídate” solitario, un “estamos juntos en esto”!
Y ella ha sido todo esto y más para mí. La compañera en el camino de la vida, en la universidad y en Convivencia, en la oficina de inmigración o en la seguridad del Estado ante una cita o interrogatorio injusto, sin esconder su rostro apenada, sino firme y segura de que, como navegamos con Dios en la barca, llegaremos a puerto seguro. Ella es el acicate de mi proyecto de vida aquí, en esta tierra que me vio nacer de su seno. Ella es, en una palabra, entrega. Ella es, en fin, mi mayor orgullo, mi remanso de paz ante las turbulencias del día a día y mi inspiración para labrar el futuro al servicio de los demás y al servicio de Cuba, como he aprendido siempre a su lado. Ella es… mi madre.
A ella dedico, en su cumpleaños 65 no solo mi columna semanal, sino también el poema “A mi madre” que escribiera José Martí, con tan solo 15 años, a Doña Leonor:
Madre del alma, madre querida,
Son tus natales, quiero cantar;
Porque mi alma, de amor henchida,
Aunque muy joven, nunca se olvida
De la que vida me hubo de dar.
Pasan los años, vuelan las horas
Que yo a tu lado no siento ir,
Por tus caricias arrobadoras
Y las miradas tan seductoras
Que hacen mi pecho fuerte latir.
A Dios yo pido constantemente para mis padres vida inmortal,
Porque es muy grato,
Sobre la frente
Sentir el roce de un beso
Que de otra boca nunca es igual.
¡Gracias por todo y por tanto, mami! ¡Muchas felicidades!