Por Charly Morales ()
Montevideo.- No debería, pero siento algo de pena por la gente que no sabe de pelota, pobres almas que jamás experimentarán las emociones de un deporte cinematográfico como pocos, con episodios que parecen salidos de un guion, escritos con melodramática alevosía para estrujarle el corazón al más pinto…
Hay cosas en el béisbol que conmueven, y las lágrimas son inevitables. Así te hayan criado en la doctrina de que los hombres no lloran ni toman sopa. Desenlaces mágicos, remontadas épicas, villanos redimidos y héroes que nadie sospechó. Como Dee Gordon…
Este menudo afroamericano, convertido durante la pandemia en el entusiasta dueño de una granja hidropónica de lechugas, protagonizó uno de los tributos más hollywoodenses al gran José Fernández, apenas horas después de la absurda muerte del Delfín cubano.
La noche del lunes 26 de septiembre de 2016 nadie estaba para jugar pelota, y menos en la casa de los Marlins, que se sentía desolada sin la presencia del santaclareño del dorsal 16. Costaba –aún cuesta- asimilar la muerte de un jugador demasiado talentoso, una suerte de preludio de Othani, que encima era una gran persona.
Sin embargo, la vida continuó, y la temporada de las Mayores también. El Marlin Park acogió el compromiso de los “Peces” con los New York Mets, y Gordon era el primero en una alineación en la que todos usaron el número 16, y rezaron antes del partido en el montículo que esa noche debía subir Fernández.
Primer guiño: Dee llegó al cajón de bateo con el casco que solía usar José y, siendo zurdo, se paró a la derecha para encarar el primer envío. Frente tenía al veterano Bartolo Colón, un pitcher cuyos mejores años habían quedado atrás, pero, quizás por eso, fue todo un caballero y regaló la primera bola, un lanzamiento afuera.
Ya ese gesto de respeto y complicidad habría bastado, pero el béisbol no suele ser tacaño en emociones y… ¿por qué no? …en esas cosas que los creyentes llaman “milagros”, y con las que el Séptimo Arte jugó en clásicos como Campo de Sueños, El Natural o Ángeles en el terreno, por solo citar tres películas memorables, Dee, un jugador de 166 libras, que por entonces apenas había conectado cinco jonrones en su carrera y ni uno solo en la agonizantes temporada de 2016, se viró a la zurda y la cazó a Bartolo una recta al medio, que chocó con el tramo preciso de madero, en el momento ideal, con rabia en las muñecas y fuerza insólita, como poseído…
Aquella bola no parecía querer caer, como si en lugar de la grada estuviera buscando el palco de José en el Cielo del béisbol, si acaso existiera… La gravedad hizo lo suyo, y la esférica aterrizó no lejos de una bandera cubana, colgada sobre la cerca del jardín derecho.
Como era de esperar, se desató un pandemonio en el Marlin Park. El público aplaudía, en éxtasis, y cuando parecía que amainaría la ovación, retomaba fuerzas, como aupando al inesperado jonronero, que corría las bases con lágrimas en los ojos, mientras sus compañeros aporreaban la baranda del dogout, como hacía José.
Nadie quedó indiferente. El cátcher de los Mets, Travis d’Arnaud, confesó luego que se le aguaron los ojos. No creo que Bartolo le sirviera un caramelito, pero quizás agradeció el batacazo más deseado y menos previsto, y que quedó para la posteridad como uno de los grandes momentos en la larga y emotiva historia del béisbol.