LAS RAÍCES DEL HAMBRE

LECTURASLAS RAÍCES DEL HAMBRE
Por Ana María Balarezo ()
Quito.- En un rincón olvidado de un pueblo polvoriento, donde el sol castiga con furia y las noches son un manto de frío implacable, nació Camila. Desde su primer aliento, la vida parecía haberle negado cualquier oportunidad. Su madre, consumida por el hambre y las enfermedades, apenas podía alimentarla con los restos que encontraba. Su padre, una sombra fugaz, había desaparecido tiempo atrás, tragado por la miseria de un trabajo que nunca ofrecía suficiente.
Camila creció rodeada de carencias, pero nunca perdió la esperanza de algo mejor. Caminaba descalza por los caminos de tierra, soñando con un día en el que sus pies no se hundieran en el barro del infortunio. Sin embargo, la realidad siempre la aplastaba. El hambre constante la debilitaba, la tos de su madre resonaba en la pequeña casa de madera, como un eco de muerte, y el pueblo los miraba con ojos vacíos, porque ellos mismos también estaban atrapados.
Un día, la madre de Camila no despertó. El frío de la madrugada había arrebatado la poca vida que le quedaba. Camila, sola y desesperada, la sacudía una y otra vez, pero su cuerpo no respondía. Las lágrimas quemaban su rostro, pero no había nadie que la consolara. Los vecinos cerraban las puertas cuando ella pasaba, porque el hambre, en su brutalidad, hace que hasta el más solidario se vuelva cruel.
Durante días, Camila trató de sobrevivir sola, buscando entre la basura de los demás, recibiendo migajas como si fueran dádivas divinas. Nadie le tendió la mano, nadie preguntó por su madre. La miseria se encargaba de mantener a todos encerrados en sus propias luchas, sin espacio para la compasión.
El hambre, siempre presente, empezó a nublar su mente. Se aferró a la cama donde su madre yacía inmóvil, susurrándole promesas de que todo mejoraría, que pronto volverían a estar juntas. Pero cada día que pasaba, la delgada línea entre la vida y la muerte se desvanecía para Camila. Su piel, ya pálida y frágil, se volvía cada vez más traslúcida. Sus ojos, antaño llenos de sueños, ahora estaban vacíos, como el mismo pozo donde sacaba agua sucia para beber.
Una noche, mientras el viento silbaba entre las tablas rotas de la casa, Camila sintió un peso sobre ella. Algo oscuro, como una sombra que se alimentaba de su sufrimiento, estaba en el aire. Era la misma miseria que la había visto nacer, que la había perseguido toda su corta vida. Era el hambre personificado, una criatura que se había nutrido de las desgracias de generaciones.
Camila, demasiado débil para resistir, dejó caer su cuerpo al suelo, sus ojos fijos en el rostro marchito de su madre. La injusticia de su existencia la había aplastado completamente, sin darle ni siquiera una oportunidad de luchar. Sus últimos pensamientos fueron de impotencia, de cómo el mundo parecía haber conspirado en su contra desde el primer día.
Cuando el pueblo despertó, la encontraron en el suelo, con la mano entrelazada con la de su madre muerta. Ninguno dijo una palabra, porque en el fondo sabían que todos eran cómplices, que todos habían dejado que la injusticia se alimentara de aquella niña. Pero, en el silencio de la mañana, una sombra seguía presente, moviéndose entre las casas. El hambre, siempre insaciable, buscaba nuevas víctimas, esperando a quien cayera bajo su manto.
La miseria nunca desaparece. Solo cambia de rostro.

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