Tomado de MUY Interesante
Los movimientos contestatarios y juveniles surgidos en la década de 1960 se caracterizaron por el pacifismo, la apuesta por las drogas y una nueva sexualidad y la actitud inconformista hacia las estructuras vigentes.
Madrid.- En 1968, la juventud occidental se declaró en estado de insumisión. Fue una inesperada explosión de rebeldía y deseo de cambio cuyas primeras manifestaciones se habían producido antes en Estados Unidos, donde los jóvenes se sentían hijos de un mundo sin futuro, unas instituciones represoras, unos padres autoritarios, anclados en el falso confort del consumismo, y unos gobiernos que sólo ofrecían violencia y control en lugar de libertad y fraternidad. Esos jóvenes eran los retoños de una clase media bien asentada que disfrutaba de uno de los momentos de mayor prosperidad económica de la posguerra.
Aquel tsunami emergente de descontento, que derivó en uno de los choques generacionales más intensos de la Historia, fue bautizado como “contracultura”, una rebelión que pasó de Estados Unidos al Reino Unido y posteriormente floreció en el resto del mundo occidental, entre los primeros años 60 y mediados de los 70. Su mayor efervescencia coincidió con el Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos, la irrupción de los Panteras Negras y el hippismo y la eclosión de diversos grupos políticos de la Nueva Izquierda, ajenos a los partidos y sindicatos tradicionales.
Los tiempos están cambiando
Los grupos musicales –Frank Zappa & The Mothers of Invention, Crosby, Stills & Nash, The Doors…–, los happenings, la prensa alternativa y los comics underground contribuyeron a dar forma a la contracultura. Muchos de aquellos jóvenes que, pocos años antes del crucial 1968, habían escuchado las canciones de Bob Dylan The times they are a-changin’ y Like a rolling stone buscaban construir un mundo propio, libre de violencia, engaño, competitividad y tecnología, un mundo totalmente ajeno al que habían puesto en pie sus padres.
Mientras los hippies optaban por la psicodelia y la exaltación de la naturaleza, los jóvenes afroamericanos y latinos reclamaban a gritos su lugar en una nación que los había dejado de lado. A ellos se unieron los estudiantes blancos que se rebelaron en los campus universitarios. Todos ellos condenaban la corrupción política en Washington y el racismo imperante en la sociedad estadounidense, dos males que facilitaron los asesinatos de Malcolm X –en 1965–y Martin Luther King –en abril del 68–, activistas de los derechos civiles afroamericanos, así como el de Robert F. Kennedy (acaecido sólo dos meses después que el de King).
No a la violencia
Los jóvenes que integraban la contracultura acusaron al Gobierno de mantener oscuras relaciones con la mafia y denunciaron las presiones del lobby de la industria armamentística para que el Pentágono incrementara su implicación en la Guerra de Vietnam, lo que supuso la llamada a filas de miles y miles de ellos. Muchos reaccionaron quemando sus cartillas militares y huyendo de su país para exiliarse en el extranjero.
Nacida de la violencia, la sociedad estadounidense no cesaba de generar violencia. Fueron los padres de esos jóvenes contestatarios los que apoyaron el lanzamiento de bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, y ahora aprobaban la política intervencionista de los presidentes Johnson y Nixon y miraban para otro lado cuando la prensa desvelaba una matanza en alguna aldea perdida de Vietnam. Por ejemplo, el aquelarre criminal que se produjo el 16 de marzo de 1968 cuando tropas estadounidenses lanzaron una operación en la región de Son My, supuestamente para localizar grupos de resistencia del Vietcong.
El oficial William Laws Calley y sus hombres fueron asignados a la aldea de My Lai. A lo largo de cuatro horas, los soldados violaron a las mujeres y niñas, mataron al ganado y prendieron fuego a las casas, arrasando por completo el poblado. Luego reunieron a los supervivientes y los acribillaron sin piedad junto a una acequia. En total, murieron más de 500 civiles inocentes.
Esos crímenes y la escalada de bombardeos sobre Vietnam del Norte, Camboya y Laos, así como los gravísimos disturbios raciales en Washington, Newark o Detroit, movilizaron a la población afroamericana y a buena parte de la juventud estadounidense y europea. Al mismo tiempo que los canales de televisión informaban abiertamente de la crudeza de las cargas policiales en los grandes guetos y de los estragos de la guerra en el sudeste asiático, la opinión pública comenzó a entender que las cosas no estaban yendo tan bien como aseguraba el Gobierno.
Beatniks, el antecedente
Pero ¿cuáles fueron los orígenes de la contracultura? Sus raíces se remontan a la década de 1950, cuando emergieron los hipsters, bohemios estadounidenses que se sentían atrapados en una sociedad puritana, aburrida y muy autoritaria. Junto a ellos aparecieron los beatniks, jóvenes que querían hacer oír sus propias voces en un sentido más existencial que político. Si muchos hipsters cayeron en el lado oscuro de la heroína, los beatniks abrazaron la marihuana, el misticismo y la filosofía oriental, así como el disfrute del sexo libre y los fraseos jazzísticos del bebop de Charlie Parker.
El beatnik era un tipo pacifista que criticaba la hipócrita sociedad en la que vivía y que rechazaba de plano el talante militarista del Gobierno estadounidense. Mientras que los hipsters se extinguieron sumidos en el sueño letal de los opiáceos, los beatniks dieron voz propia a su angustia en novelas como En el camino, de Jack Kerouac (1957), y poemas como Aullido, de Allen Ginsberg (1956). Las principales influencias de Ginsberg fueron los textos literarios de Walt Whitman, Herman Melville y William Blake, filtrados a través de las tesis izquierdistas de los años treinta, lo que daba a su obra un tono lírico y espiritual, así como de protesta y compromiso social.
Pero la mayoría de los beatniks no estaban comprometidos con ningún programa social. Para ellos lo fundamental era el concepto de impulso, que identificaban con la energía vital del bebop. Uno de los grandes artistas de la época, Jackson Pollock, el padre de la action painting, consideraba el lienzo como un terreno abierto sobre el que actuar con impulso y rebosante energía. Esa energía era la que podía llegar a sublimar la angustia desgarrada del beatnik, una de cuyas preocupaciones giraba en torno al peligro que representaba la proliferación de bombas atómicas en su propio país y en la Unión Soviética.
Una vez finalizadas la Guerra de Corea y la caza de brujas llevada a cabo por el senador Joseph McCarthy, Estados Unidos vio como la Unión Soviética instalaba misiles de cabeza atómica en Cuba, lo que intensificó la Guerra Fría entre las dos superpotencias. Fue el momento en que el mundo estuvo más cerca del desastre nuclear.
Himnos del movimiento hippie
En 1967, el cantante Scott McKenzie acudió al primer Festival de Monterrey (California), que reunió a más de 100.000 jóvenes que corearon con él la letra de la canción San Francisco: “If you’re going to San Francisco, be sure to wear some flowers in your hair” (“Si vas a San Francisco, asegúrate de llevar algunas flores en el pelo”). Compuesta por John Phillips, del grupo The Mamas & The Papas, se convirtió en himno del movimiento hippie. Algunos de los jóvenes que acudieron a Monterrey ya vivían en comunidades ubicadas en las californianas localidades de Berkeley y Sausalito (desde donde se puede admirar una magnífica vista de San Francisco). Allí practicaban el amor libre y experimentaban con ácido lisérgico (LSD) y otras sustancias alucinógenas.
Los hippies rechazaron la participación política y muchos se replegaron o autoexiliaron en la naturaleza, lo que les acercó a Henry David Thoreau (1817-1862), un filósofo y naturalista de mediados del siglo XIX que alertó de que la obsesión por la industrialización y el progreso provocaría el alejamiento del ser humano de la naturaleza. Aquella visión del mundo encajaba plenamente con el movimiento Flower Power, cuyos integrantes también seguían los dictados de un gurú llamado Timothy Leary, un extravagante psicólogo entusiasta del uso de drogas psicotrópicas que enseñaba en la Universidad de Harvard.
El rock psicodélico de Jefferson Airplane hizo un homenaje a ese mundo en su canción White Rabbit, cuya letra establece paralelismos entre Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, y los efectos del LSD. Otra parte importante de la banda sonora de 1968 fue el álbum Super Session, ideado por tres grandes músicos: Bloomfield, Kooper y Stills.
En lucha contra el sistema
Para los conservadores estadounidenses y europeos, los hippies eran una molesta pandilla de harapientos y holgazanes, cuyo estilo de vida en torno a las drogas les alejaba de toda realidad. Para algunos grupos de la Nueva Izquierda, la actitud beatífica de aquellos jóvenes alucinados era absolutamente insolidaria, ya que no contribuía en nada a la lucha contra el sistema.
El interés de los hippies por la filosofía y las religiones orientales embarcó a muchos de ellos en una larga peregrinación a la India, donde se agruparon en comunas para practicar una vida más sosegada y pacífica que sus padres. El amor, que era el símbolo de su resistencia pasiva, las flores, las amplias túnicas batik y las largas melenas fueron algunos de sus rasgos de identidad. Naturalmente, cómo no, la industria de la moda enseguida fagocitó la estética del Flower Power.
La evolución del Movimiento de los Derechos Civiles hacia la confrontación, y la del movimiento estudiantil hacia la difusión de las guerrillas urbanas, dejó a los hippies como el único grupo que favorecía la resistencia pasiva. Los militantes afroamericanos que se acercaron a los Panteras Negras y a otras organizaciones que confluían en la corriente del Black Power (Poder Negro) se fueron apartando de los objetivos políticos y métodos de rebelión de los movimientos estudiantiles. Estos, a su vez, se implicaron todavía más en la oposición a la Guerra de Vietnam y en la resistencia a la llamada a filas de nuevos reemplazos.
En noviembre de 1969, el grupo Creedence Clearwater Revival presentó un single cuya cara B contenía Fortunate Son, una canción que pasó a ser una especie de himno contra la guerra y los poderosos. El creciente impulso de las protestas por la carnicería que se estaba produciendo en el sudeste asiático derivó hacia grandes marchas por la libertad, la ocupación de los campus universitarios, los levantamientos urbanos espontáneos y las manifestaciones de masas. El objetivo era sobrepasar la burocracia del poder establecido, ya fueran los partidos políticos o los sindicatos tradicionales.
La liberación sexual reivindicó la desnudez del cuerpo humano, tal y como se pudo ver en 1969 en el Festival de Woodstock, donde algunas parejas deambulaban en cueros sin ningún tipo de pudor entre las tiendas de campaña y el barrizal del entorno. Siguiendo a rajatabla la consigna de hacer el amor y no la guerra, esos jóvenes cuestionaron el papel tradicional de la mujer y del matrimonio. La revolución sexual facilitó la aceptación de las relaciones sexuales prematrimoniales, el reconocimiento de la homosexualidad y el surgimiento de otras formas de sexualidad.
Uno de los pensadores que más influyeron en ese proceso de liberación fue Wilhelm Reich, un psicoanalista y sexólogo austriaco nacionalizado estadounidense que había muerto en 1957. En su libro La psicología de masas y el fascismo, Reich analizaba la relación existente entre la aceptación de la ideología fascista y la represión autoritaria de los impulsos sexuales. Los movimientos juveniles de la contracultura descubrieron en él al profeta de la revolución sexual.
La eclosión del feminismo
En ese crucial año de 1968 nació The Feminists, una organización política que preconizaba la eliminación del matrimonio y de la familia. Sus seguidoras pensaban que los niños no pertenecían a nadie y debían ser cuidados y educados por la sociedad. También anunciaron el desarrollo de medios de reproducción extrauterinos, lo que dejaba de lado las relaciones sexuales por estar basadas en relaciones de dominación por parte de los hombres, por lo que había que encontrar nuevos modos de satisfacción sexual. Hubo otras organizaciones feministas menos radicales, como la National Organization for Women, cuyo programa incluía peticiones legislativas para la abolición de las leyes contra el aborto.
En 1961, la empresa farmacéutica alemana Shering había sacado al mercado “la píldora”, el primer método anticonceptivo hormonal. El conservadurismo y puritanismo imperantes en Europa y Estados Unidos llevaron a pensar que ese fármaco infernal traería una ola de promiscuidad imparable, así como un deterioro de la moral y las costumbres. Lo que sí trajo “la píldora” fue la libertad sexual de las mujeres, que ya no tenían que temer el embarazo indeseado o recurrir al aborto clandestino. Fue sin duda un gran paso hacia la emancipación de la mujer.
Pero ¿cómo pudo ser que, casi de improviso, la contracultura se produjera de forma simultánea en muchos países? Algunos apuntan a la música. “Desde los primeros conciertos de los Beatles en 1963, la música era la principal forma de contestación juvenil (…). Los Rolling Stones, Jimi Hendrix o Janis Joplin no captaron el espíritu de su generación sólo en Estados Unidos y Gran Bretaña. Gracias a las nuevas técnicas de comunicación, fueron oídos y admirados en todo el planeta”, señalan Daniel Cohn-Bendit y Rüdiger Dammann en el libro La rebelión del 68.
La televisión y las emisoras de FM permitieron que los jóvenes estadounidenses y los europeos escucharan a la vez el We Gotta Get Out Of This Place de Eric Burdon and The Animals, una canción que expresaba el deseo de muchos de ellos: huir del hogar paterno, huir lejos de la escuela, huir de una pequeña ciudad de provincias y viajar a lo desconocido. Mientras los estudiantes de Berkeley tomaban el campus de la Universidad, la capital británica se convertía en el “Swinging London” (Londres a la moda) de Carnaby Street y Twiggy, de The Who y Pink Floyd, de la minifalda de Mary Quant (popularizada desde 1965).
Una semilla bien germinada
La contracultura jugó con el concepto de juventud como nación, como pueblo y como clase revolucionaria, lo que era muy peligroso. De hecho, esa fue una de las causas de su volatilidad y de su decadencia final. La creación de un hombre nuevo y de una nueva cultura dentro del viejo sistema, para corroerlo desde sus entrañas, no funcionó.
El no-arte, los cómics underground –como los del genial Robert Crumb–, la revolución sexual, los infinitos músicos que animaron el cotarro (como The Doors, Neil Young o el grupo neoyorquino The Velvet Underground), las drogas duras, las blandas, los alucinógenos, los happenings, la diversión y toda la rabia y autodestrucción que uno pueda imaginar sólo consiguieron aliviar el dolor, no curar el mal. Era evidente que un Occidente altamente industrializado y a punto de entrar en la era cibernética no podía ser intimidado por el rechazo de sectores más o menos amplios de la juventud.
Pero ¿queda algo de la contracultura? La primera impresión es que no sobrevive nada de aquello: la Guerra de Vietnam es Historia y los hippies son una reliquia. Pero esa sensación es falsa. En 2010, Theodore Roszak, uno de los teóricos de aquel movimiento, afirmó que el ecologismo creció en esos años y que hoy día es un movimiento a considerar en EE UU y Europa. Otros signos de pervivencia de la contracultura los encontramos en la música, en algunas manifestaciones del arte pop, en la liberación de las conductas sexuales, en el orgullo del feminismo y del movimiento homosexual y en la tendencia a la “liberación” personal, a mirar la vida desde una perspectiva propia, ajena a los dictados externos.