Por Arnoldo Fernández ()
Contramaestre.- Nací en medio de extensos campos de naranja valencia y nebo; allí nuestra casa rodeada de árboles de ciruela, mango, guayaba, anón, mandarina, cereza, anoncillo, tamarindo.
Era un paraíso, un paraíso donde saborear una naranja dulce era tan cotidiano, tan normal, que nunca imaginé la vida sin esa fruta.
Recuerdo en las noches tomar un garabato y salir a recoger para saciar mis ganas. ¡No había peligro! Muchas veces tenía que orinar antes del nuevo día.
En tiempos de cosecha nos íbamos toda la familia a recogerlas; muy cerca había una lavadora que las embalaba. Decían que iban rumbo a Japón y la Unión Soviética. Mi viejo cogía algún dinerito de esa venta, no era mucho, pero valía la pena.
Un día llegó la notícia de una rarísima enfermedad, entonces aquellos naranjales de más de 30 años fueron talados por completo y vendidos como leña. Con tristeza vi desaparecer lo que aprendí a amar desde niño, me costó creer posible algo así.
El gusto por una buena naranja valencia o nebo pertenece a la nostalgia. Nunca más he comido naranjas como las de nuestras plantaciones en casa.