Tomado de MUY Interesante
En los primeros meses de 1968, Dubcek ensayó en Checoslovaquia uno de los intentos más serios de conjugar comunismo y democracia. La Guerra Fría se llevó por delante el experimento y sumió al país en la frustración
Madrid.- La noche del 20 de agosto de 1968, las imponentes fuerzas combinadas de cinco Estados miembros del Pacto de Varsovia, con la URSS a la cabeza, cruzaron la frontera checoslovaca e invadieron el país. De madrugada, el líder reformista Alexander Dubcek y otros miembros del Gobierno fueron detenidos por tropas especiales de paracaidistas y conducidos a un lugar secreto. Mientras tanto, la población se echaba de forma espontánea a la calle a defender las conquistas democráticas de los meses anteriores.
Fue una resistencia completamente pacífica y cargada de imaginación, muy en consonancia con el espíritu del 68, que dejó para la posteridad imágenes icónicas: personas enfrentándose a tanques, vehículos acorazados arrollando tranvías, ciudadanos intentando razonar con soldados impasibles; una actitud civilizada que no evitó que las tropas abrieran fuego contra civiles desarmados. Terminó así la llamada Primavera de Praga y con ella el “socialismo con rostro humano”, el intento de construir una sociedad más libre dentro del propio bloque comunista en plena Guerra Fría.
La última vez que los soldados soviéticos habían entrado en Checoslovaquia había sido como héroes, en 1945, para liberar el país de la ocupación nazi, lo que despertó grandes simpatías por la URSS. Además, Checoslovaquia había sido traicionada por las potencias democráticas occidentales en 1938 –Acuerdos de Múnich–, cuando Inglaterra y Francia le entregaron a Hitler la región checa de los Sudetes, cosa que al año siguiente le permitió invadir el país entero con total impunidad.
En las elecciones de 1946, el Partido Comunista de Checoslovaquia fue el más votado (38%) y su líder, Klement Gottwald, formó gobierno. Menos de dos años más tarde, en febrero de 1948, los comunistas checoslovacos dieron un golpe de Estado que alineó definitivamente a Checoslovaquia con la URSS, suprimió las elecciones libres e inició una feroz represión de cualquier disidencia.
A comienzos de los cincuenta, Checoslovaquia sufrió las purgas de Stalin, que llevaron a la ejecución de Rudolf Slansky –uno de los cabecillas del golpe del 48– y otros dirigentes comunistas, acusados de simpatizar con la herejía yugoslava de Tito. En los sesenta, el país entró en una severa crisis económica debido a la subordinación de todo su aparato productivo a los intereses de la Unión Soviética. Se produjo una escasez de alimentos que llevó a la población a pasar hambre. Antes de la guerra, Checoslovaquia era el país más industrializado y democrático de Europa centro-oriental. La introducción del comunismo, con sus colectivizaciones forzosas y su economía planificada, había supuesto un claro empobrecimiento.
En 1967, tras dos décadas actuando al dictado de Moscú, la crisis se hizo evidente. A las purgas les habían seguido los procesos de desestalinización que, aunque lentos e incompletos, permitieron la expresión de una cierta disconformidad, algo que se manifestó en un floreciente movimiento artístico, en las obras de escritores como Kundera, Ivan Klíma o Pavel Kohout y las películas de los directores Milos Forman, Jirí Menzel y otros de la nueva ola del cine checoslovaco. En junio de 1967, el congreso de la Unión de Escritores se convirtió en el escaparate de ese estado de opinión.
El descontento se tradujo en un claro rechazo al presidente de la República, Antonín Novotny, un comunista de la línea dura, en el poder desde 1953, que empezó a ser seriamente cuestionado dentro del propio partido. En octubre hubo manifestaciones estudiantiles en Praga, duramente reprimidas, y a eso se sumó la oposición eslovaca al centralismo checo. La conjunción de todos esos factores heterogéneos desencadenó el cambio.
El desconocido y osado Dubcek
El 5 de enero de 1968, Novotny fue reemplazado por Alexander Dubcek como secretario general del Partido Comunista. Novotny había tratado de conseguir el apoyo de Bréznev para mantenerse en el cargo, pero éste fue a Praga en diciembre y, una vez comprobado el rechazo que despertaba, lo dejó caer (continuaba, no obstante, siendo el presidente de la República).
Dubcek, secretario general de los comunistas eslovacos, resultaba un candidato aceptable para todos. Era un marxista convencido que había vivido en Rusia dieciséis años y hablaba perfectamente el idioma; quizás por eso no suscitó ningún tipo de recelo en el Kremlin. La población sabía de él poco o nada y su nombramiento tampoco despertó grandes pasiones. Parecía más bien un hombre de transición destinado a durar poco.
Pero, a lo largo de las primeras semanas, Dubcek empezó a actuar de una forma que Moscú no había previsto. Reemplazó a cargos ministeriales de la vieja estructura estalinista por gente nueva y se le oyó a hablar frente a campesinos de la necesidad de democratizar el socialismo. La sorpresa, no obstante, llegó a comienzos de marzo, cuando, de forma discreta y sin carácter oficial, introdujo uno de los cambios más determinantes y profundos de la Primavera de Praga: la abolición de la censura.
Utopía neosocialista en libertad
El país se despertó de pronto pudiendo hablar con libertad, tanto del presente como del pasado, y los periódicos empezaron a publicar los horrores de las purgas estalinistas, a preguntarse por la suerte de los represaliados políticos y a dar opiniones distintas a las oficiales sobre todo tipo de asuntos. Esto creó un estado de efervescencia en la sociedad checoslovaca similar al que ese mismo año de 1968 parecía sacudir al resto del mundo.
En la Universidad Carolina de Praga se organizaron grupos de debate iguales a los de las americanas, en las que por esos mismos días se arremetía contra la Guerra de Vietnam. Los estudiantes reanudaron las protestas y tanto el mundo académico como los periodistas, artistas e intelectuales se volcaron en apoyo del nuevo y desconocido líder.
En marzo tuvo lugar el segundo acto de la defenestración de Novotny, que fue obligado a renunciar a la presidencia de la República. Le sustituyó un héroe nacional, el general Ludvík Svoboda, combatiente en las dos guerras mundiales y víctima de las purgas de Stalin.
El expresidente checo –y activista en la Primavera de Praga– Vaclav Havel ha destacado que el gobierno de Alexander Dubcek tenía muchas ilusiones y que éstas eran compartidas y apoyadas por la mayor parte de la población, pero que se engañaba con respecto a las posibilidades de que la URSS le permitiera llevarlas a cabo. “Los miembros del Gobierno querían explicarles a los líderes soviéticos que tenían buenas ideas y que las reformas sólo pretendían cambiar la cara del comunismo, hacerlo más atractivo, pero que el comunismo en ningún momento se vería amenazado. Era una posición muy ingenua”.
El gobierno de Dubcek nunca pretendió abrazar el capitalismo, sino simplemente hacer reformas que la sociedad estaba pidiendo a gritos y explorar su propia vía checoslovaca, construir lo que llamaron “socialismo con rostro humano”. Dubcek era un comunista convencido y no estaba dispuesto a llegar tan lejos como pretendían muchos de sus conciudadanos.
Nunca cuestionó, por ejemplo, el alineamiento de Checoslovaquia con la URSS en la Guerra Fría, una de las cosas que más preocupaban a Moscú. Pesaba además el antecedente de la Revolución húngara de 1956, cuando el intento de implantar la democracia a rebufo del deshielo de Kruschev acabó en un baño de sangre y con sus líderes –Imre Nagy y otros– ejecutados.
Pasando a la acción
El 5 de abril de 1968, se publicó el Programa de Acción, elaborado por el Partido Comunista, en el que se hacía explícito el alcance del “socialismo con rostro humano” y se establecían una serie de pasos a dar a lo largo de diez años. Era un plan verdaderamente transformador que hacía gran hincapié en la restauración de las libertades públicas –expresión, reunión y manifestación; libertad de culto y de movimiento, lo que incluía viajar a países occidentales– y limitaba radicalmente la intromisión del Estado en la esfera privada del individuo (se hablaba de justicia independiente y control de la policía).
En el aspecto económico, se mantenía la propiedad colectiva de los bienes básicos de producción, pero se estimulaban las cooperativas y las asociaciones de productores, se abogaba por la descentralización y la producción de bienes demandados por los consumidores –en oposición a la concentración en la industria pesada, impuesta por la URSS– y se permitía la iniciativa privada en la pequeña industria. También se defendían el derecho a la huelga y a la existencia de sindicatos independientes. Muy importante era la reorganización federal que se hacía del Estado, de forma que hubiera un mayor equilibrio entre Chequia y Eslovaquia.
El plan no estaba libre de contradicciones, especialmente en el apartado político, ya que aceptaba el liderazgo del Partido Comunista y, a la vez, introducía una suerte de democracia con elecciones libres, multiplicidad de partidos y voto secreto. El Programa de Acción fue aprobado por el Comité Central por unanimidad, pero la realidad era que los comunistas checos libraban una guerra sin cuartel entre progresistas y conservadores. Estos boicotearon las reformas siempre que les fue posible y, efectivamente –aunque este punto ha sido discutido–, solicitaron la intervención de la URSS.
A medida que la primavera avanzaba, las presiones soviéticas se fueron haciendo cada vez más intensas. El proyecto de Dubcek era a largo plazo, pero la sociedad checoslovaca había cambiado en tres meses de una forma que para Moscú era intolerable. Especialmente irritante le resultaba al Kremlin la ausencia de cualquier control sobre lo que se decía y publicaba, por lo que comenzó un martilleo constante de peticiones para que se restableciera la censura.
Diálogo de sordos
En los meses previos a la intervención, Dubcek y Bréznev hablaron y se encontraron en varias ocasiones y el resultado fue siempre una completa falta de entendimiento. Dubcek, que se enfrentaba a una creciente presión de la calle para avanzar en el camino de la democracia, pretendía convencer a Bréznev de que nada de lo que estaban haciendo suponía una amenaza para el comunismo; antes al contrario, lo haría más atractivo.
Pero para el líder ruso ese era un argumento inaceptable, entre otras cosas porque sufría la presión de sus aliados –especialmente, la RDA y Polonia–, que entendían que el experimento checoslovaco constituía un peligro para todos. Y, en efecto, el posible contagio del reformismo era una de las principales preocupaciones de la Unión Soviética. La otra era que Checoslovaquia se planteara abandonar el Pacto de Varsovia, como había ocurrido con Hungría en el 56, algo que no estaba en la mente de Dubcek, pero sí en el ambiente y que empezaba a mencionarse como posibilidad. Eran dos líneas rojas que, por razones geoestratégicas, la URSS no iba a permitir que se traspasaran.
El comienzo del verano fue frenético. El 26 de junio, la censura fue abolida de forma oficial y, al día siguiente, varios periódicos publicaron a la vez el Manifiesto de las Dos Mil Palabras, redactado por el escritor Ludvík Vaculík y firmado por setenta intelectuales, en el que se pedía ir más allá en las reformas y se criticaba el liderazgo del Partido Comunista y el papel de la Unión Soviética. Era una alternativa radical al Programa de Acción, que Dubcek rechazó pero que, aun así, enfureció a Moscú.
A mediados de julio, los líderes de varios países comunistas se reunieron en Varsovia, donde calificaron de “contrarrevolución” las reformas de Dubcek y le dieron un ultimátum para que las frenase. Por esas fechas, hubo también distintas maniobras militares cerca de la frontera checoslovaca. La URSS y sus aliados mandaban así una clara advertencia.
El 3 de agosto, después de varios días de conversaciones, Dubcek se vio obligado a firmar, junto a otros líderes comunistas, la Declaración de Bratislava, en la que se afirmaba la lealtad inquebrantable al marxismo-leninismo y la lucha contra la ideología burguesa. Fue en esa ocasión cuando se expresó por primera vez la Doctrina Bréznev, según la cual el Pacto de Varsovia intervendría militarmente, sin importar el coste, en cualquier país del este europeo que quisiera abandonar el comunismo.
Las garantías otorgadas por Dubcek no fueron suficientes y, a mediados de agosto, el ministro de Defensa soviético, Andrei Grechko, anunció que la invasión de Checoslovaquia se llevaría a cabo “incluso si conducía a la Tercera Guerra Mundial”. La noche del 20 de agosto, 250.000 soldados del Pacto de Varsovia –que pronto se convertirían en medio millón–, 2.000 tanques (luego más de 6.000) y 800 aviones ocuparon el país.
Además del Ejército Rojo, participaban fuerzas de Polonia, Hungría, Bulgaria y, en menor medida –para no despertar amargos recuerdos del dominio nazi–, la RDA. Toda esta operación venía envuelta en una retórica de “ayuda fraternal” supuestamente pedida por los propios checoslovacos. Pero la primera medida fue que Dubcek y sus colaboradores fueron “fraternalmente” secuestrados y conducidos a la Unión Soviética, donde permanecieron varios días en una situación de total aislamiento.
Resistencia pacífica a la invasión
Esa noche, la población salió masivamente a defender los avances democráticos conseguidos en los meses anteriores. Se inició así un movimiento de resistencia de varias semanas en el que los manifestantes utilizaron métodos completamente pacíficos –no hubo resistencia armada de ninguna clase– y recurrieron al diálogo y la imaginación.
Una de las imágenes características de la Primavera de Praga es la de ciudadanos subiéndose a los tanques e intentando convencer a los soldados de que vuelvan a sus países porque, a diferencia de lo sucedido al final de la Segunda Guerra Mundial, ya no son bienvenidos. Y uno de los recursos más habituales fue modificar la señalización de carreteras y calles, lo que llevó a los soldados del Pacto de Varsovia a vagar perdidos por distintas partes del país. Pero eso no evitó la violencia. La operación dejó 137 muertos y cientos de heridos checoslovacos y más de cien muertos entre las fuerzas de ocupación (prácticamente todos en accidentes con vehículos o armas).
Controlado el país, objetivo cumplido en pocas horas, las fuerzas invasoras le pidieron al presidente de la República, Svoboda, que nombrara un “gobierno de campesinos y obreros”, pero éste se negó y fue a Moscú a negociar con Bréznev. Allí consiguió la liberación de Dubcek y su equipo, que volvieron a Praga el día 27. Antes, sin embargo, se vieron obligados a firmar el Protocolo de Moscú, por el cual se comprometían a restaurar la censura, desmantelar la mayor parte de las reformas y aceptar la presencia de tropas soviéticas.
Debido a la presión popular, Dubcek fue mantenido como secretario general del Partido Comunista hasta abril del año siguiente, cuando fue sustituido por Gustav Husak con la excusa de unos incidentes registrados después de un partido de hockey entre Checoslovaquia y la URSS. Se inició entonces la etapa conocida como “normalización”.
Entre el éxodo y la represión
El fracaso de la Primavera de Praga provocó la emigración de entre 70.000 y 300.000 personas, especialmente profesionales cualificados, intelectuales y artistas, algunos de los cuales –Milos Forman, Milan Kundera…– desarrollaron exitosas carreras en Occidente. La imagen de los tanques rusos en Checoslovaquia produjo un hondo impacto en todo el mundo, pero las respuestas no pasaron de las previsibles declaraciones de condena.
Estaba claro que, en el contexto de la Guerra Fría, ningún país occidental iba a entrar en un conflicto que pertenecía a la esfera de intereses de la URSS. Estados Unidos, por ejemplo, tenía demasiados problemas en ese momento en Vietnam. Sí tuvo su importancia en la evolución de partidos comunistas europeos que, como el italiano y el francés –a diferencia del portugués, firme aliado de Moscú–, condenaron la invasión. Pero Checoslovaquia se hundió en un abismo de represión y tristeza del que no saldría hasta veinte años más tarde.