Por Alian Aramis ()
La Habana.- Una mañana, tras un sueño intranquilo, me desperté sintiéndome muy raro. Ya nada de mi demacrado entorno me importaba, ni sentía que me afectaba, es más, me sentía a gusto.
Había dejado de hacerme la misma pregunta de cada día mientras miraba mi refrigerador abierto: «¿Por fin para cuándo es que venceremos?».
Dejé de cuestionarme por qué con ley de soberanía alimentaria pero sin alimentos; por qué ETECSA si los monopolios son malos; por qué después de un proceso de reunificación monetaria tenemos más monedas que antes de inventar ese proceso.
Y pila de cosas más, pero todo me empezó a valer verga.
Dejé de ser crítico, de combatir lo mal hecho, de decir lo que pienso para no marcarme, empecé a ser aplaudidor y complaciente. Eso de levantar la mano cuando preguntaban «¿criterios en contra?» me empezó a parecer muy anticubano, incluso rozando el terrorismo. Y se empezó a sentir rico, lo confieso, las palmaditas en la espalda que nos dan a los agradecidos.
Perdí mi lenguaje propio, no hilvanaba una oración. Cada vez que quería debatir con alguien y rebatir su argumento solo me salían consignas.
Me sentía transformado y me empecé a preocupar, me dije «coño esta historia me suena conocida, ya sé, ahora me levanto de la cama, me miro en el espejo y soy un cucarachón. ¡El mismísimo Gregorio Samsa!». Y hasta me reí sabiendo que mi padre al verme no iba a poder tirarme manzanas.
Pero no, el cambio no era físico, me miré y me toqué y todo estaba en su lugar (aunque por dentro sentía mi cráneo aplanado, mi mandíbula prominente y mi cavidad encefálica reducida) pero repito, no, no era físico, era una especie de travestismo ideológico.
Me volví a mirar al espejo y lo entendí: me había convertido en un buen revolucionario