Por Carlos Carballido ()
Dallas.- Mi padre tenía dos grandes virtudes: Ser extremadamente callado y demasiado observador. No recuerdo absolutamente nada en lo que se haya equivocado.
El viejo “Karba”, un sexagenario del sector azucarero, era también una especie de pitoniso aguafiestas muy frustrante para esos que solo quieren escuchar frases bonitas y esperanzadoras.
Vaticinó con precisión de relojero el fracaso de adulto en mi dos carreras universitarias pero, de igual manera, dibujó mi vejez en un marco medio próspero si yo seguía el camino de la rectitud y el respeto a nuestros principios. Y no se ha equivocado.
Como descendiente de gallego solía decirme: “Cuando veas a alguien aguantándose del borde del precipicio, písale los dedos porque si está ahí por nada bueno será”.
Para mí era contraproducente ese axioma, porque no recuerdo que lo haya puesto en práctica jamás, sino todo lo contrario. En Miami me encontraba a cada rato a amigos, vecinos y excompañeros de trabajo que solo tenían para mi padre palabras de halagos y gratitud.
Una vez pudo viajar a Estados Unidos. Era 2007, y en una noche que decidimos sentarnos en el patio, allá en Hallandale, para hablar del pasado, le pregunté sobre su opinión del precipicio.
-Nunca lo entendí- le dije-. Siempre te vi ayudar a todos.
Mi padre no se apuró en responderme. Suspiró profundamente y solo alcanzó a decirme:
-Los padres a veces somos los peores maestros. Me negué a pisarle los dedos a muchos. Sin embargo la mayoría de ellos sí lo hicieron cuando yo estuve ahí. Tu abuelo también me advirtió y no le escuché. Al final es un consejo que no he podido seguir.
Quizás es la razón del porqué siempre duermo tranquilo y en Paz.