Por Rolando Feitó ()
Novosibirsk.- A finales de mi primer año de estudiante me relacionaba principalmente con chicas rusas de quinto año. Como dominaba, el idioma me resultaba fácil comunicarme y conectar y además, ellas, con más experiencia acumulada eran más directas en casi todos los temas de mi interés. Y estas muchachas al despedirse del instituto me regalaban cosas útiles que no querían llevarse, desde cubiertos, almohadas, mantas, etc.
Entre las cosas que «heredé» de aquellas amables chicas estaba nada más y nada menos que una olla de presión.
Yo jamás había usado eso en mi vida y no la quería aceptar pero insistieron y finalmente me convertí en feliz propietario de una olla de presión que nunca utilicé.
Y un buen día, alguien de los cubanos que sí cocinaban me la pidió prestada y así comenzó el increíble e infinito periplo de la olla de cuarto en cuarto. Yo no tenía ni la más mínima idea de por dónde andaba. A veces venían a pedírmela o a averiguar quién la tenía y yo sin saber. En los albergues le llamaban: la olla de Feitó, en respetuosa referencia a su titular (sin papeles).
Y recuerdo que un día pasaba por una de las cocinas del albergue 2 y veo «mi» olla de presión trabajando alegremente y a todo vapor y me percato que por uno de los orificios de la tapa le salía un enorme clavo doblado.
Cuando pregunté qué era aquello y si eso no era un peligro para la gente, me explicaron que la olla no estaba generando suficiente presión y uno de los usuarios de origen cubano, con indiscutible espíritu innovador, le colocó ese clavo y la olla «volvió a funcionar como si fuera nueva».
No quise ni averiguar el nombre del innovador, pero ese fue el último día que ví mi olla de presión.