Por Héctor Miranda (Tomado de Facebook)
Moscú.- En Bolivia, durante cinco años, pasaba dos o tres veces a la semana por donde Vicky, una paceña que tenía una venduta en Irpavi, a dos cuadras de donde yo vivía. En aquel lugar podía comprar lo que quisiera y si me antojaba de algo que ella no tuviera habitualmente, como plátanos machos verdes, solo tenía que decirle, y en dos días ya estaban allí. Vicky vendía de todo: caramelos, azúcar, pimienta, condones, agua, cualquier jugo, frutas, cilantro, helado… en cinco años jamás vi un inspector, ni nadie que fuera a toparle precios.
En más de una ocasión escuché decir a las autoridades de la capital y del país que mientras más bolivianos tuvieran negocios, menos problemas para el país, porque habría menos personas vulnerables. Por eso, en El Alto, podías ir y comprar el auto que quisieras, inscribirlo en una empresa o sindicato, y al otro día comenzar a trabajar como taxista: un empleo en cualquier parte.
En toda la larga y abrupta geografía boliviana abundaban los negocios: ventas de cualquier cosa, pequeños restaurantes especializados en cualquier comida, hasta en pescado, porque en Bolivia, aunque no tenga mar, el pescado es abundante. Y pescado fresco siempre. Insisto, en cinco años jamás escuché a nadie hablar de restricciones, de medidas, de permisos, de impuestos locos, de controles y de inspectores.
En Haití, en el empobrecido Haití, incluso en tiempos de terremoto, se podía comprar cualquier cosa en cualquier lugar. Si venías del interior y te acercabas a Puerto Príncipe, podrías comprar plátanos o yuca, frescos, a la orilla de cualquier carretera, en puestos improvisados, sin que el gobierno persiguiera a los vendedores, ni los multara o los condicionara con medidas obtusas.
Dentro de la ciudad, había miles de vendedores, de cualquier cosa, incluso al por mayor en Salomón y otros mercados. No se si pagaban impuestos o no, pero sí sé que había de todo, y siempre había alguien que vendía a mejor precio, desde ropa hasta aseo, pasando por la comida, la bebida… Y también había mercados grandes al estilo occidental. Y eso era en Haití.
En Gambia y en Guinea Ecuatorial hay vendedores en cualquier parte. Gente que vende trajes, agua, camisetas del Real Madrid -y hasta del Barcelona-, aceite para autos y hasta autos en su propia casa. No es ilegal. No los persiguen, no los acosan. Nadie los amenaza con quitarles nada, ni los condiciona. De hecho jamás vi en esos sitios un inspector.
En Moscú, en los alrededores de donde vivo, hay más de 10 mercados grandes. Todos a una distancia menor a los 300 metros a la redonda. Y aún así, al lado de una estación de metro hay un kiosco improvisado por alguien para vender fresas y otras frutas. En la mañana llega un camión y rellena el kiosco hasta arriba. Algunos vienen y compran al por mayor y se las llevan a otra parte, sin que nadie pregunte, sin que aparezca un inspector, sin que el gobierno se moleste por averiguar de dónde salen aquellas fresas frescas. Y sin que los dueños de los mercados, ubicados a cinco metros, los chivateen.
Al lado de la otra estación del Metro, la última de la línea donde vivo, puedes comprar los que quieras en kioscos en la acera. Todas las frutas que produce Rusia, además de maíz, remolacha, y hasta productos importados como plátanos. Están ahí desde la mañana a la noche y a nadie les importa. Y venden y viven de eso, porque si no, no estuvieran en el lugar.
Puedo poner otros ejemplos, de otros países donde pasé alguna vez y funciona igual, pero no hay que aburrir.
El único lugar del mundo donde le caen atrás a todo eso y no dejan que la gente levante cabeza, donde los inspectores están a la patada, las restricciones son constantes, donde vienen a cuestionarte el origen de una yuca o un plátano, donde no hay un auto para hacer de taxista y donde vivir es una odisea es en Chipre… Pobres de los chipriotas.