Escrito por Jenny Pantoja Torres (CubaxCuba)
«(…) en la perspectiva de todo límite,
la contingencia de la muerte
siempre viene acompañada
de aperturas de resurrección (…)».
Joel James Figarola
La Habana.- Semanas atrás el Padre Alberto Reyes, párroco del pueblo de Esmeralda, en Camagüey, fue protagonista de un hecho trascendente: anunció que haría tañer las campanas de su parroquia 30 veces ante la ausencia de corriente eléctrica. Ese es el número de campanazos que suelen hacerse ante la muerte de un feligrés. Aunque la iniciativa no fue aprobada por sus superiores, el simbolismo de los 30 sonidos de campana en medio del apagón es claro: el país muere.
Esa condición asola de disímiles formas: en el orden real, físico, dada a través de incontables indicadores, con carencias y problemáticas que normativizan la disfuncionalidad en todo el territorio; en el orden político propiamente, con el aumento del persistente descrédito del gobierno y su incapacidad para solventar la crisis; en el orden cívico y social, con la ausencia de una auténtica sociedad civil que ejerza sus derechos ciudadanos sin manipulaciones; y, por último, en el orden espiritual, con el vacío que subyuga a la nación, cuyos habitantes estamos constreñidos por la desesperanza ante la ausencia de vías a futuros proyectos.
La muerte es tenida como destructora de la vida social, porque otorga finitud al sentido de eternidad que el ser humano construye. Sin embargo, ella no es solo fin en sí misma; sino que puede, y debe, verse como cambio y salto cualitativo, como etapa de transformación necesaria a situaciones límites que se imponen a los sujetos sociales. Luego del punto crítico, hay rupturas o «saltos» que abren sendero a la regeneración social. En el caso de los cubanos, la relación con la muerte viene dada desde nuestras particularidades históricas. En este sentido hay tres períodos distintivos: la conquista, el siglo XIX y luego del ’59 del pasado siglo.
Colocados en el atrio del Nuevo Mundo, tuvimos a la muerte como sello fundante. Entramos a la escena mundial violentamente empujados por la estrangulación de nuestros pueblos originarios; siguiendo el alumbramiento (como karma anunciador) de la isla-cárcel. Se conformó «la maldita circunstancia del agua por todas partes» e inició el fatum de «país-espacio cerrado» que impone inmovilidad y parálisis, ya que, como afirmara el estudioso Joel James: «Todo espacio cerrado puede ser una trampa o un sepulcro». Sin embargo, nos edificamos como «un pueblo con amplias posibilidades, en términos culturales, de escapar a la muerte», lo cual fue cimentándose desde las diferentes mixturas que sucedieron en nuestro territorio. Ello nos proveyó de una movilidad y transitividad constantes, opuestas al anquilosamiento.
Cabrían preguntas: ¿Qué peso tuvieron, en el origen de nuestra identidad, las matanzas de aborígenes y el encierro? ¿Hasta dónde calaría luego en la subjetividad de sus pobladores la unión en un mismo espacio-tiempo del amasijo de personas esclavizadas, traídas forzosamente desde sus espacios propios? Es en estas circunstancias donde encontramos el germen del espíritu nacional que diera el salto cualitativo hacia otro: lo criollo, esa forma prístina, irreverente, del ser cubano que fuera fraguado en lentos siglos de colonización y asentamiento.
El ser criollo nos otorgó esa capacidad flexible que se readecua a cada giro histórico y regala la dúctil idiosincrasia, abierta a giros ontológicos infinitos. Esta adaptabilidad nos confirió vida como nación para escapar de formas estrictas e inmóviles: «hemos sido un pueblo con amplias actitudes para entrar en la muerte y (…) salir de ella». A cada paso, los límites impuestos son quebrados haciéndonos seres de transformaciones por encima de estos. Lo que se erige en constantes transculturaciones deviene dinamismo que parece escrutar siempre un plan B, una salida, una vivaz búsqueda de variopintas opciones que matizan la ya colorida identidad y originan vitalidad.
La llegada de la plantación marcó un tiempo de movilidades. Tal sistema colocó a la isla en el gran comercio mundial, pero al unísono provocó muerte en dos direcciones: generó una economía atada a relaciones de producción obsoletas (la esclavitud) y totalmente dependiente de un solo cultivo (mono-producción, que es la muerte de la economía); y de otra parte, selló la subjetividad de la nación porque «(…) inaugura para el registro emocional del cubano la soledad y la impotencia como referencias colectivas, y ambos extremos son expresiones de la muerte (…)». La esclavitud de los africanos abrió paso a la normativización de lo inhumano y al nacimiento de una vital cultura de cimarronaje, de huida, que aunque rebelde, no deja de ser asimismo propuesta evasiva.
Es interesante que el siglo en que —según criterio de la mayoría de los historiadores—, cuaja la identidad de «Lo cubano» sea el XIX, que es precisamente centuria de grandes muertes. Intensas epidemias como el cólera morbo y la fiebre amarilla; condenas a garrote vil por conspiración; la asimilación de la prisión y sobre todo del destierro como sanciones legitimadas. A la muerte física por acciones bélicas, sobrevinieron la hambruna en la manigua y familias enteras perdidas bajo la reconcentración weyleriana; muerte de la riqueza agrícola bajo la tea incendiaria; muerte-frustración política al concluir una guerra de independencia con ocupación extranjera.
El siglo XX proporcionó esperanzas revitalizadoras a los cubanos. A pesar de las contradicciones de la primera república, dio en crearse contrastes y nuevas rupturas dadoras de aliento progresista, que para 1940 generarían importante fruto. No obstante, la relativa estabilidad y democratización fueron rotas abruptamente con dos disparos: el de Chibás y el tiro de gracia dado por Batista a la República en 1952. Moría la constitucionalidad, volvimos a una cruenta guerra en búsqueda de la regeneración de la nación, del salto vital que restituyera al país nuevamente del oprobio.
El ’59 inauguró un momento que trastoca fronteras y hace de la muerte una transformación real, en el sacrificio por todos. Por vez primera hubo un tiempo que desemboca «(…) en una unánime comunión de esperanzas». Sin embargo, la Revolución fue traicionada. El proceso de radicalización de los ‘60 llevó a la inmovilidad del siguiente decenio (el gris), creando un sistema auto-necrosado. Comenzó la lenta agonía del proceso que, si bien tuvo certeros destellos de bienestar social; al mismo tiempo paralizó al país en largos dominios extendidos a todas las esferas de la vida. Fue la entrada en profundo estado de coma, hundidos en una muerte económica y política, pero, sobre todo, significó la muerte ciudadana, la desaparición del civismo.
La promesa de prosperidad quedó en discursos vacíos ante la dependencia cada vez mayor a la antigua URSS, que, junto a los grandes errores voluntaristas de la dirigencia, acarreó a la postre la defunción económica. Con la Constitución de 1976 moría el Estado de derecho. Se entronizó así un institucionalismo que burocratizó la vida. Ni la «rectificación», ni los «cambios estructurales» de los ’90, ni las disímiles propuestas más recientes, han podido lograr que funcionemos por nosotros mismos. La pandemia de la Covid-19 sepultó a un país «coyunturalmente» fenecido desde mucho antes.
Los cubanos vamos dando bandazos, y la muerte es incorporada a la vida cotidiana, se sobrevive en medio de un entumecimiento contradictorio. De un lado, rodeados de situaciones límites, buscamos una salida vital en la que todo vale con tal de que el muerto lo ponga otro, porque: «Aquí lo que no hay es que morirse». De otro, y con igual profundidad psíquico-espiritual, se vegeta en una especie de letargo, con una capacidad como pocos pueblos de alienarse en lo cotidiano: «como si no se fuera a morir nunca». Resulta de ello una opacidad indolente que nos hace transcurrir cada día como si no existiera un mañana; un estarse sin perspectivas de futuro; con «(…) la angustia del (…) es mejor no haber nacido nunca».
Esta contradicción provoca el mismo efecto: una inmadurez política permanente y una suerte de no compromiso social, salvo los marcados por intereses personales y algún que otro impulso sincero de forma aislada.
La paradoja frente a la muerte en la idiosincrasia de los cubanos está en el hecho de contener en sí, como pueblo, la vitalidad innata que lo apega a la resistencia feroz contra la muerte física: «Somos un pueblo que se resiste a morir». Pero, al mismo tiempo, tales signos de vitalidad alternan con una profunda apatía, un inmovilismo crónico, una indolencia frente a nuestra realidad.
A pesar de ello, algo ha comenzado a cambiar en la subjetividad de los cubanos de hoy que pudiera ser definitorio. La transformación se ilustra a lo largo de la percepción que en el imaginario adquiere la muerte, y que se visibiliza en las consignas que han liderado los movimientos políticos-sociales en diferentes tiempos: Independencia o Muerte, Libertad o Muerte, Patria o Muerte, Socialismo o Muerte. Como se aprecia, la muerte fue parte siempre de una eterna disyuntiva en la que no había escapatoria. Sin embargo, desde el 2021 la muerte fue abandonada como posible elección. La nueva consigna: Patria y Vida, más allá de quienes la pronunciaron o de preferencias políticas específicas que no tienen que ser comunes, dejó de implicar una disyuntiva y se tornó acompañamiento de la Vida junto a la Patria.
Ante la simbólica acción del Padre Reyes en Esmeralda, vinieron a mi mente las palabras de John Done en la novela de Hemingway: «(…) Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; (…) la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y, por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti».