Por Joel Fonte
La Habana.- La respuesta rápida es, sí. La real academia de la lengua española define el «golpe de Estado» como «una actuación violenta y rápida, realizada generalmente por fuerzas militares o rebeldes, por la que un grupo determinado se apodera -o lo intenta- de los resortes del gobierno de un Estado, desplazando a las autoridades existentes».
El Golpe de Estado o golpe militar supone entonces la ruptura del orden constitucional de un país, habida cuenta que implica violentar el funcionamiento de las instituciones que dan forma y vida a tal aparato de Poder.
No se acude a las urnas, al voto popular para expulsar a los gobernantes; no se apela a la lucha política; no se hace contienda ideológica, sino que se toma el control del Estado a mano armada.
¿Cómo puede entonces ser ese actuar lícito, no condenable? La respuesta más explícita y de más alta jerarquía política está en uno de los documentos más históricos y relevantes de la Organización de las Naciones Unidas: la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
En el mismo Preámbulo de ese magno documento aprobado en 1948, en su párrafo tercero, se exhorta a la necesidad de la existencia de un régimen de derecho que proteja los derechos humanos a fin de el hombre no se vea compelido, impulsado, a la rebelión contra cualquier forma de tiranía u opresión.
Ese precepto esencial entonces supone un hecho lícito que si en una sociedad dada los gobernantes, habiendo llegado al Poder por vía legitima, violentan a los gobernados, los oprimen, los abusan, le violan criminalmente sus derechos, llegando incluso a cerrar toda vía democrática o pacífica para el ejercicio de los mismos, esos ciudadanos tienen entonces el derecho a apelar incluso a la violencia para recuperar el orden constitucional.
La violencia -repudiable entonces en principio- termina siendo una necesidad, y su legitimidad es todavía mayor cuando los gobernantes han usurpado el Poder.