Por Daniel Martínez ()
La Habana.- El hombre posó su mirada en el horizonte en busca de inspiración. La musa se negaba a florecer, por lo que mordisqueó con mayor intensidad el pincel que aprisionaban sus dientes. Pensó en silencio lanzarlo al vacío de su desordenado cuarto, cuando prestó oídos a algo que sonaba a dolor al otro lado de la pared.
A juicio de su fino oído, el murmullo que destacaba retrataba a una figura con tal mueca de angustia que él apreciaba como un sufrimiento que iba más allá de lo físico. Entonces, la intensidad del sopor mental que lo sujetaba le hizo roer con más fuerza el pincel maltratado y aburrido.
El hombre no era un pintor bien tratado por la vida material. Sus obras nunca fueron bien recibidas en el terreno afectivo de la crítica. Sin embargo no se rendía, necesitaba eternizarse. Le urgía propinar un golpe de efecto, una secuela permanente en la historia de la pintura.
Mientras se debatía en pensamientos comprobó que estaba huérfano de ideas creadoras. Agonizaba en el fondo de su alma, seca de inspiración e inundada de secretos que minan el alma ansiosa de reconocimiento.
De repente un grito profundo lo sacó de su meditación. Notó que provenía del otro lado de la pared y que se antojaba firmado por alguien atormentado por un episodio de locura que, de despiadada manera, despertaba un fervor imaginativo en quien lo escuchara.
Se abalanzó sobre la tela y rápidamente se dispuso, pincel de por medio, a trazar lo que el grito le había susurrado a su talento dormido. Mientras pintaba, estallaban ante sus ojos bestias espantosas, demonios voladores y bellas damas desnudas; el relato que trazaba era un camino procedente de un estilo de quién sabe dónde.
El hombre teñía sus ideas mientras el ámbito del misterio lo seducía. Se interrogó entonces en silencio. ¿Sería el misterio un valor hipnótico en el fondo y en la forma?, ¿era un indigno ser que habitaba en las entrañas humanas?, ¿una necesaria mazmorra para recordar la fragilidad de la existencia del ser humano?
Ya hacía un rato que el grito forjado al otro lado de la pared formaba parte del pasado. Para el hombre y su pincel, que trazaban y coloreaban ideas, la razón del alarido no era importante. Sólo importaba que se hubiera convertido en aliado y testimonio de gran estima. Reflejo de una sabiduría antes ni siquiera soñada.
Pintaba con el conocimiento del alma; se sentía maestro de maestros, porque bebía de una fuente que no era accesible para la mayoría. Se apreciaba como arquitecto de un modelo que permanecía entre la ligereza de la memoria y la gravedad de la intuición.
Notaba que ya casi llegaba al final de su nueva y soñada obra. Entonces su mente, brazo, mano y pincel percibían que, por momentos, la faena fue montaña escarpada, en cuya cima, a pesar de la oscuridad, la luz del sol se podía acariciar. Ya casi lograba engordar un poco más su vanidad.
Los toques finales le permitieron al hombre contemplar el manual artístico que trazó. Apreció su gobierno sobre la tela como una batalla decidida por armas como el esfuerzo y la perseverancia.
Sin embargo, se estremeció; lo esculpido luego del revelador y misterioso grito le hizo comprender que la pintura no era un pasatiempo inofensivo, tampoco un adorno colorido. Era peligro público, para quien la trazaba y apreciaba.
No sólo tranquilizaba, también inquietaba; la pintura era capaz de estabilizar los sentidos, pero idónea para revolucionar el alma. Podía confirmar lo mejor de las certezas humanas, y también dinamitarlas, mostrando el espejo alucinado del espíritu humano.