EL PERDÓN DE JUAN GÁLVEZ

LECTURASEL PERDÓN DE JUAN GÁLVEZ

Por Héctor Miranda (Tomado de su muro de Facebook)

Moscú.- Juan Gálvez era un tipo de malas pulgas. Todos los Gálvez, me refiero a los hijos de la vieja Cola, el diminutivo de mi bisabuela Escolástica, eran tipos rudos, broncos, de esos que no se andaban con miramientos ni paños tibios con nadie.

Juan no era, tal vez, el más bruto de los hermanos. Ese honor le correspondía más a Pedro, quien dedicó su vida a a lo militar y fue oficial del Ejército de Cuba durante muchos años, hasta que, en 1959, lo licenciaron porque sus ideas, como era lógico, no tenían nada que ver con los nuevos miembros de las fuerzas armadas.
No pasaba Juan de los cinco pies seis pulgadas, pero tenía espaldas anchas y manos de dedos gruesos, tal vez los más robustos que he visto en mi vida, y tenía una voz de trueno, como si sus palabras brotaran de una gruta enmarcada por lajas. De haber nacido en otro tiempo y en otro lugar, tal vez hubiera sido cantante. No hubiera estado mal un barítono en la familia.
Pero Juan no tuvo tiempo para pensar en esas cosas de la música. Nada más empezó a caminar tuvo que irse a trabajar al campo. Y ya viejo, vivía aun en una pequeña parcela de tierra, junto a una enorme mata de mangos, un pozo, y un bosque de marabú que amenazaba con entrar por la puerta de la casa.
Allí vivía con Fefa, su segunda esposa, quien le había dado una hija. Fefa lo trataba con todo el cariño del mundo y hasta le achicaba el nombre con un Juanillo que enamoraba a cualquiera, menos a él, que pensó siempre que un hombre tenía que ser rudo, tosco.
Un día, uno de esos de agosto, de sol tórrido y amenaza de lluvia, Juan se había pasado la mañana guataqueando yuca. Le quedaban unos surcos para terminar la faena que había comenzado unos días antes e intentaba dejarlo todo listo para no tener que volver más a la referida plantación, cuyas raíces ya se veían alrededor de las plantas. En más de una ocasión, se sentó en una piedra al borde mismo de la cerca de piña de ratón que limitaba su finca con la de José, el de Esteban, se tomaba un poco de agua de la que quedaba en un viejo porrón de barro rojo, y luego volvía al surco.
Cuando terminó, tomó rumbo a casa. La camisa estaba empapada de sudor, de un sudor acre, copioso, que había rebasado el cinto y le llegaba casi hasta las rodillas. Antes de llegar a la casa, pasó por el pozo, haló una lata de agua y se roció un poco la cabeza, se lavó bien las manos y se encaminó a su hogar.
Fefa lo vio venir desde que salió del pozo y se adelantó hasta la puerta para recibirlo.
-Debes estar cansado, Juanillo -le dijo-. Hice una sopita de lo más rica y ya está puesta en la mesa para que almuerces…
Juan hizo como si no la hubiera escuchado. Entró por la puerta, cogió la olla de sopa que estaba sobre la mesa y con tapa y todo la lanzó al tronco de una mata de anón que había en el patio.
-¿Sopita, no? ¿Quién ha visto a un hombre cansado tomar sopa?
Para llegar a la casa de Juan solo había dos vías: por el camino real, desde el que se iba al pueblo, y por un trillo que parecía un túnel que salía casi desde el pozo, por dentro del marabú, que llegaba hasta la línea del ferrocarril. Por la entrada del camino real se podía salir y entrar a caballo, por la del ferrocarril apenas podía ir una persona detrás de otra y apartando los gajos con espinas.
No sé ahora, pero hace 50 años en Quemado de Güines nadie sabía quién era Emilio Morales. Al Gallego sí lo conocían, y el prefería el seudónimo que el propio nombre y hasta se vanagloriaba de su apodo, que jugaba un poco con su patilla medio rojiza, mucho más que el cabello, que cubría con un sombrero de guano que no se quitaba ni para comer.
Al Gallego le encantaba ir a mi casa. Y a mí que el Gallego fuera. Era un tipo conversador, se sabía todas las historias del pueblo y miles más de todo lo que ocurría en Jiquiabo, Surí, San Joaquín o cualquiera de esos lugares que recorría cada día en su oficio de montero, como se les llamaba por entonces a los que trabajaban de peones en los potreros llenos de ganado del gobierno, porque por entonces aun había ganado.
Descripción no disponible.El Gallego llegaba a mi casa a cualquier hora. Amarraba el caballo debajo de una mata de guanábana que estaba a unos siete u ocho metros de la casa y se iba a buscar a mi papá. Si era de tarde, ese día comía. Y comía bien, cuantiosamente, de cualquier cosa que hubiera. Jamás ponía reparos y le iba lo mismo a las yucas que a los boniatos, a los huevos que a un trozo de carne frita, de esas que en los campos guardaban por meses dentro de la manteca de cerdo.
Se podía comer tres platos de sopa, dos de harina, cuatro huevos fritos. Y luego se levantaba de la mesa empapado en sudor, se sentaba en una piedra en la parte de afuera y se fumaba un cigarrillo, mientras hablaba con mi abuelo.
Un día, después de almorzar, mi padre le dijo que cuando se fuera que le llevara algo a Juan Gálvez, y al poco rato, cuando iba a salir, se lo recordó a mi viejo y tomó el camino del pueblo, el que iba serpenteando junto a la línea de ferrocarril. Al llegar a la entrada de la casa de Juan, amarró el caballo en un poste y cogió el trillo entre el marabú. Juan no estaba, pero él le dejó el encargo con Fefa y volvió. A mitad del trillo sintió unos retortijones tremendos y como era complicado adentrarse entre aquella madeja de espinas, se bajó el pantalón allí mismo, hizo su deposición y al poco rato siguió su camino.
El Gallego violó una de esas reglas no escritas de los guajiros. No son muchas, pero algunas no se pueden transgredir, como la de no dejar las puertas por donde pasas abiertas o no cagar en los caminos.
Juan estaba para el pueblo y regresó un poco después en el motor de línea que iba hasta Palmarejo. Se bajó y tomó el camino de su casa. Iba ensimismado y no se dio cuenta de que había excrementos humanos en el trillo. Solo cuando los pisó y resbaló se percató de donde había puesto la bota. De ahí hasta su casa fue maldiciendo al “que se cagó en el camino”.
Puede ser una imagen de árbol y césped-¿Quién estuvo aquí? -casi le gritó a Fefa al llegar a la casa.
-El Gallego Loco -le dijo la esposa-. Vino a traer unas cosas que te mandó Héctor.
-El muy hijo de puta se cagó en el medio del camino y recogí toda la mierda. Dejé los zapatos en el pozo para lavarlos. Debería secársele el culo…
-No digas eso, Juanillo. Debe haber pensado que por ahí no pasaría nadie.
-Un buen par de planazos es lo que se merece. Cuando me lo encuentre le voy a enseñar quién es Juan Gálvez.
De la historia se enteró mi papá, quien no perdía oportunidad de decirle al Gallego que tuviera cuidado con Juan, que le iba a dar unos planazos. Desde ese día, el Gallego esquivaba a Juan, aunque no tenía que hacerlo mucho, porque Juan ya estaba medio ciego y usaba unos espejuelos verdes, como esos de fondo de botella, que no le servían de mucho. Si el Gallego lo veía en el pueblo, cogía por otro lado, y ni por la finca de Juan se acercaba.
Descripción no disponible.Mi papá también le decía a Juan que el Gallego le tenía miedo, que por eso no había ido más por su casa. Y, entre una cosa y otra, la situación iba como para cinco meses, desde el día que se cagó en el camino. Hasta que un día, necesitado de alguien que le inyectara una vaca, me dijo que si veía al Gallego que le dijera que lo había perdonado.
-Gallego, dice Juan que te perdonó. Que necesita que vayas por su casa, porque quiere ponerle una inyección a una vaca.
-Si lo del perdón no lo manda por escrito, no voy -dijo el Gallego entre risas, porque el sabía que Juan Gálvez no sabía leer.
(Juan murió hace muchos años. El Gallego vive aun, en Sevilla. Pero no en España, sino en un barrio al sur de Quemado que lleva el nombre de la ciudad andaluza. Yo no lo veo desde hace al menos 40 años).

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