Tomado de MUY Interesante
Madrid.- La dinastía Tudor comenzó del modo más improbable: un noble oportunista y más bien insignificante que vivía desde hacía años exiliado en Francia, con muy escasa legitimidad para reinar –por no decir ninguna–, volvió en 1485 a Inglaterra, acompañado de otros exiliados y un ejército de mercenarios, y derrotó a Ricardo III en la batalla de Bosworth Field.
Bosworth Field trajo muchos e importantes cambios. Fue la última vez en la Historia en que la corona inglesa se ganó en un campo de batalla. Supuso, además, el definitivo entierro de la Guerra de las Dos Rosas, que durante treinta años había enfrentado a las casas de Lancaster y York –y con ellas a toda la nobleza– en una cruenta lucha por el poder.
Según la historiografía tradicional, es el acontecimiento que marca el fin del medievo inglés y el inicio del Estado moderno, lo que significa el sometimiento de la aristocracia al poder absoluto del monarca.
Esto se consiguió no sin esfuerzo, sobre todo porque la nueva dinastía arrancaba con el estigma de su falta de legitimidad, una mancha que hizo de los primeros Tudor, Enrique VII y Enrique VIII, unos reyes permanentemente en guardia, amenazados, obsesionados con la seguridad y la traición y, en definitiva, paranoicos.
Escarnio tras la batalla
Después de Bosworth Field, el cuerpo de Ricardo III fue desnudado, arrastrado por un animal de carga, mutilado y expuesto públicamente para que no cupiera duda alguna de su muerte. Luego Enrique decretó que el primer día de su reinado era el anterior a la batalla, de forma que fuese Ricardo quien apareciese como el traidor que se había alzado contra el verdadero rey.
Es sólo un ejemplo de la necesidad de Enrique VII de legitimar su posición. En la Inglaterra de la época había más de un noble que podía presentar credenciales superiores a las suyas para ocupar el trono, por lo que Enrique era consciente de su debilidad, ante la cual buscó protegerse con medidas preventivas.
Seguramente, la primera fue secuestrar y encerrar en secreto a Edward Plantagenet, conde de Warwick, que tenía sólo diez años, pero podía argumentar razonablemente su derecho a reinar. Edward vivió catorce años preso y, al final, fue ejecutado. Enrique VII tuvo también que lidiar con la rebelión de John de la Pole, conde de Lincoln –otro posible aspirante–, y con la aparición, en 1497, del impostor Perkin Warbeck, que pretendía ser uno de los Príncipes de la Torre, encarcelados y supuestamente asesinados por Ricardo III, también en secreto, para asegurarse el trono.
La casualidad quiso que Warwick y Warbeck –Edward y Perkin– coincidieran en la cárcel y trataran de huir juntos, cosa que condujo al noble al hacha del verdugo y al plebeyo a la horca.
En esa construcción del Estado moderno que siempre se ha atribuido a los Tudor, hay dos características que destacan: una es el desarrollo de las redes de información –espías, soplones–, que permitían al rey estar al tanto de las actividades de sus súbditos y neutralizar posibles amenazas, y la otra es la enorme maquinaria de propaganda.
Uno de los grandes triunfos diplomáticos y publicitarios de Enrique VII fue casar a su hijo Arturo con Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos. La boda fue celebrada fastuosamente a finales de 1501, pero la operación acabó saliendo mal: Arturo, el heredero destinado a reinar, murió repentinamente a los pocos meses y la joven princesa española se quedó atrapada a los dieciséis años en un país extranjero.
El suceso supuso también una alteración radical en la vida del hermano menor de Arturo, llamado Enrique –como su padre–, que entonces contaba sólo once años y fue prometido a la viuda.
En 1509, Enrique Tudor murió y su hijo fue coronado como Enrique VIII. Casi simultáneamente tuvo lugar la boda con Catalina, que, debido al lazo familiar que unía a los contrayentes –cuñados–, requirió una dispensa papal.
La princesa declaró que el matrimonio con Arturo no había sido consumado, por lo que aún era virgen –cosa extraña, ya que habían estado casados cinco meses–, el Papa Julio II se lo creyó –o pretendió creérselo– y dio su permiso, y así quedó inaugurada la famosa lista de las seis mujeres de Enrique VIII.
El perfecto príncipe
Hay que aclarar que, pese a la imagen que tenemos ahora de él, en ese momento Enrique VIII era el perfecto príncipe renacentista: un hombre cultivado, amante de las ciencias y las artes (tocaba el laúd, componía música y poesía), gran deportista, con un físico atlético y, según testimonios de la época, decididamente apuesto.
Los últimos años de su padre habían estado dominados por la corrupción, y el cambio despertó muchas ilusiones en el país. Además, la corte era lujosa, espléndida. El Renacimiento entraba en Inglaterra con toda su magnificencia y, como mandaban los cánones, el monarca también se mostraba piadoso. Incluso había sido nombrado Defensor de la Fe por el papa León X gracias a un panfleto escrito contra Martín Lutero.
¿Qué ocurrió entonces para que, con un comienzo tan prometedor, Enrique VIII se convirtiera en un reconocido monstruo, un tirano y un asesino, un personaje que compite con Juan sin Tierra por el título de monarca más nefasto de la Historia de Inglaterra?
Hay varias respuestas e incluso se ha barajado la posibilidad de que un accidente en unas justas, en 1536, le hubiera producido un daño cerebral que explicara la violencia de su carácter (estuvo dos horas inconsciente, a punto de morir). Pero no se puede menospreciar ese ingrediente tan específicamente Tudor de la obsesión con la traición, que había perseguido a su padre y que en él aparece también pronto.
En 1521, Enrique VIII hizo ejecutar de forma arbitraria a Edward Stafford, duque de Buckingham, simplemente porque lo percibía como una amenaza.
La joven que volvió y lo complicó todo
En cualquier caso, el cambio drástico en su comportamiento parece obedecer a otro tipo de pasiones humanas. Enrique llevaba veinte años casado con Catalina cuando se encaprichó de una de sus damas de honor, Ana Bolena. Por supuesto, no era la primera vez.
Por entonces había tenido ya múltiples amantes, entre ellas Mary, la propia hermana de Ana, a la que luego había olvidado sin demasiados miramientos –era la costumbre–, pero aquí la cosa se acabó enmarañando hasta desencadenar un terremoto que alteró toda la Historia inglesa.
Ana había sido educada en Francia y, en 1522, regresó a la Corte y se situó como la mujer del momento. Era joven, hermosa y exótica –tenía una piel más oscura de lo habitual, vestía distinto y era por ello admirada e imitada–. También poseía ambición y una gran personalidad. Tenía muy presente la experiencia de su hermana y no quería que le ocurriese lo mismo, por lo que se negó a convertirse en una concubina más de Enrique VIII: Ana Bolena se propuso ser reina.
A su favor jugaba otro elemento. No sólo podía ofrecerle a Enrique todo lo que Catalina de Aragón había perdido –belleza, erotismo, novedad–, sino que se encontraba también en edad fértil. A mediados de la década de 1520, Catalina contaba cuarenta años y estaba ya claro que no iba a darle al rey un hijo varón.
La pareja sólo tenía una hija, la princesa María, en un momento en el que en Inglaterra las reinas aún no ejercían el poder. El asunto del heredero empezó a atormentar a Enrique VIII, que quería asegurar la sucesión y la continuación de la dinastía. La zozobra llegó hasta el punto de hacerle pensar que Dios desaprobaba su matrimonio por ser Catalina la viuda de su hermano, una unión específicamente condenada en la Biblia por incestuosa.
También cayó en la cuenta de que, si no era cierto que la reina se hubiera casado con él virgen, como aseguraba, la dispensa papal recibida en su día carecía de validez. Y con ese argumento, en 1527, le encargó a su hombre de confianza, el todopoderoso cardenal Wolsey, que negociara con el papa la anulación matrimonial. Wolsey era por entonces uno de los diplomáticos más hábiles y famosos de Europa. Llevaba años atendiendo las asuntos de Enrique VIII con gran eficiencia y, aunque de origen humilde, se había hecho inmensamente rico en el desempeño de sus funciones, lo cual le había granjeado el odio de la aristocracia.
Pero en esta ocasión el encargo venía envenenado. La situación internacional era muy distinta a la de veinte años antes y el papa Clemente VII no podía permitirse la enemistad del emperador Carlos V, sobrino de Catalina, por lo que se dedicó a darle largas hasta que, después de dos años de espera e incontables esfuerzos, quedó claro que Wolsey había fracasado.
A grandes males, grandes remedios
Siguiendo un esquema que en el futuro se repetiría una y otra vez, el cardenal cayó en desgracia y fue acusado de traición; la instigadora de la maniobra fue aquí Ana Bolena, que había adquirido ya una enorme influencia sobre Enrique. En un desesperado intento de salvar la piel, Wolsey le regaló al rey todas sus posesiones, incluyendo el fabuloso palacio de Hampton Court, una joya renacentista. Enrique las aceptó encantado, pero no le perdonó. Wolsey tuvo, no obstante, la suerte de morir de enfermedad antes de lo que habría sido una ejecución segura.
La situación requería medidas extremas, y el encargado de proponerlas fue Thomas Cromwell, el nuevo hombre fuerte. Cromwell cambió por completo de estrategia y, de acuerdo con Ana Bolena, convenció a Enrique de que no había nadie que estuviera por encima de él, ni siquiera el Papa.
Así se gestó uno de los acontecimientos más trascendentales de la Historia inglesa: la ruptura con Roma y el establecimiento de la Iglesia anglicana, de la cual Enrique VIII fue nombrado jefe supremo. Esto le suponía convertirse nada menos que en el representante de Dios en la tierra, lo que le dejaba vía libre para actuar a su antojo. En 1531 Catalina de Aragón fue expulsada de la Corte y, en 1533, Enrique y Ana Bolena se casaron.
En 1534 se promulgó la Ley de Traiciones, que en síntesis venía a decir que cualquier crítica al rey constituía un delito de alta traición, punible con la muerte. Fue el inicio de un verdadero Estado de terror, en el que un rey cada vez más paranoico se dedicó a ejecutar, con gran publicidad, a todo aquel que albergara la más mínima duda sobre sus acciones. Es lo que le ocurrió al humanista Tomás Moro, decapitado por negarse a aceptar a Enrique VIII como cabeza de la Iglesia.
Nadie en la corte está a salvo
Ana Bolena le dio a Enrique una hija, la futura Isabel I –lo que le supuso una nueva decepción–, y en 1536 estaba otra vez embarazada. Pero el rey empezaba a cansarse de su nueva mujer, que tenía muchísimo carácter, y a perder la paciencia con el asunto del heredero.
En realidad, ya había empezado a coquetear con Juana Seymour, dama de honor de la reina, por lo que ésta sabía lo que se jugaba en ese embarazo. Fue entonces cuando Enrique sufrió el grave accidente del que nunca se recuperaría (le quedaron heridas siempre abiertas en las piernas y tuvo que dejar de hacer ejercicio, por lo que empezó a engordar de modo atroz) y en el que estuvo a punto de perder la vida. A causa de la impresión –y, según dicen, del disgusto que le producía el descarado cortejo de Enrique a Juana–, Ana tuvo un aborto que resultó ser de un hijo varón. Eso selló su destino.
El dos de mayo fue detenida y encerrada en la Torre de Londres, bajo las acusaciones de traición, incesto y adulterio. También fueron arrestados sus supuestos cinco amantes, entre ellos su hermano. La trampa era obra de Thomas Cromwell, su antiguo aliado, que aprovechó para desembarazarse de cinco enemigos políticos. Todos fueron ejecutados.
Una semana más tarde, Enrique se casó con Juana Seymour. Su nueva esposa le dio a Enrique el heredero que deseaba, Eduardo, pero ella murió en el parto, por lo que hubo que buscar recambio. La negociación y el desenlace del siguiente matrimonio dan la medida de hasta qué punto la cercanía a Enrique VIII podía resultar peligrosa.
La tarea de encontrar candidata corrió esta vez por cuenta de Cromwell, que convenció al monarca de que se casara con la princesa alemana Ana de Cléveris, a la que no conocía. Basándose en un retrato en miniatura de Holbein y en las referencias favorables de los cortesanos, Enrique accedió, si bien a regañadientes. Una vez que la tuvo delante, sin embargo, decidió que aquella princesa a la que inmediatamente bautizó como la “yegua flamenca” le repugnaba.
La noche de bodas fue un desastre. Según dijo, la novia olía extraordinariamente mal y “tenía las tetas caídas”. Lo peor fue que él mismo sufrió un episodio de impotencia. La situación fue rápidamente aprovechada por los enemigos de Cromwell, que eran muchos, capitaneados por el duque de Norfolk.
Éste empezó a calentarle la cabeza a Enrique con su sobrina, Catalina Howard, que era joven –diecisiete años–, guapa –comprobable, estaba en la Corte– y bien dispuesta: todo lo necesario para hacerle olvidar el disgusto.
La estrategia funcionó y Enrique pactó con Ana de Cléveris la anulación matrimonial (ella aceptó y quedaron como amigos). Cromwell fue arrestado y acusado, cómo no, de traición, y el mismo día en que se arrodillaba ante el verdugo, Enrique y Catalina Howard se casaron.
Pero esta vez el problema fue que, además de guapa, Catalina era una reputada cabeza hueca. Tanto como para, cuando llevaba dos años de matrimonio con el rey más psicópata de la Historia, serle infiel –en esta ocasión, de verdad–, lo que la. condujo, a ella también, al patíbulo.
Inglaterra, un país dividido
Los últimos años del reinado de Enrique VIII estuvieron dominados por un creciente malhumor debido a sus problemas de salud –esas heridas en las piernas que no se cerraban, supuraban y olían– y a su desatada paranoia sobre rivales ocultos y disimulados traidores. Nadie en la Corte podía estar tranquilo, nadie sabía si seguiría con vida al día siguiente. Su última esposa, Catalina Parr, estuvo a punto de perecer acusada de herejía, pero supo jugar sus cartas suplicando clemencia y se libró.
El hijo de Norfolk fue decapitado en enero de 1547, y el propio duque se salvó de milagro. La ejecución estaba prevista para pocos días más tarde, pero fue suspendida por la muerte del propio rey, acaecida escasas horas antes.
Enrique VIII dejó un país dividido entre quienes querían cambios mucho más profundos en la Iglesia y los que seguían considerándose católicos. El nuevo rey se encontraba en el primer grupo, por lo que el anglicanismo siguió adelante con profundas reformas.
Pero Eduardo VI –aquel ansiado hijo varón que tanto tardó en llegar– murió a los quince años, por lo que el conflicto dinástico volvió a plantearse, esta vez emponzoñado por el enfrentamiento religioso. En un intento de impedir la vuelta del catolicismo, Eduardo, antes de morir, nombró heredera a su sobrina segunda, Juana Grey, una joven culta y sensible que aceptó el cargo contra su voluntad, se mantuvo en el poder nueve días escasos y acabó decapitada.
La facción vencedora, en este caso, la lideraba la hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón. María I fue la primera reina inglesa que tuvo ocasión de ejercer el poder, cosa que hizo de forma tan despiadada que ha pasado a la Historia como Bloody Mary. María la Sanguinaria decretó la vuelta al catolicismo, sin más, y en sus cinco años de reinado mandó a la hoguera a casi trescientos protestantes.
Su vida personal no fue feliz. Se casó con el príncipe Felipe de España –el futuro Felipe II– en un matrimonio que para él era exclusivamente político y estratégico y para ella acabó siendo por amor. Pero Felipe pasó muy poco tiempo a su lado. Como casi siempre, la gran preocupación era que naciese un heredero, que en este caso debía cerrarle el paso a la siguiente en la línea sucesoria,
Isabel, de tendencias sospechosamente protestantes, pero eso no fue posible. Sí tuvo un embarazo psicológico que duró meses, mantuvo en vilo a todo el país y acabó en nada, “una flatulencia”, según ironizó el embajador veneciano Giovanni Michieli.
La segunda vez que María creyó estar embarazada tampoco acertó: era un cáncer de ovarios que se la llevó a la tumba con solamente 42 años. Su marido Felipe escribió que, al recibir la noticia, había sentido un “pesar razonable”.
Isabel, la reina virgen
Esa Inglaterra arrasada por el conflicto religioso fue la que, en 1558, heredó finalmente la hija de Enrique VIII y Ana Bolena. Isabel I hizo enseguida pública su fe protestante, pero también procuró mantenerse alejada de los excesos de sus antecesores y hacer de la fe una cuestión privada, lo que dio lugar a una mayor tolerancia en este terreno.
La gran peculiaridad de su reinado fue que, en contraste con la exuberancia amorosa de su padre, mostró muy poco interés por el matrimonio. Esto, además de insólito, fue un motivo de inquietud, ya que la primera obligación de una reina era producir un heredero.
Su renuncia, no obstante, es explicable. Con dos años y medio, Isabel vio cómo su padre le hacía cortar la cabeza a su madre, operación que repitió tiempo después con otra de sus esposas. En la adolescencia, sufrió el acoso sexual del cortesano Thomas Seymour y, durante el reinado de María I, asistió a los desplantes de Felipe de España a su medio hermana. Si quería mantenerse independiente, ejercer el poder y no someterse al control de nadie, parecía bastante más seguro casarse con Inglaterra, como declaró en una ocasión.
Esto no significa que no se sintiera atraída por los hombres. Isabel I tuvo varios favoritos que, si no llegaron a convertirse en amantes, realmente lo parecían. Robert Dudley, conde de Leicester, apodado “el dulce Robin”, ocupó seguramente el lugar más importante en su vida.
Su posición en la Corte produjo considerable escándalo (tenían habitaciones contiguas y se citaban por las noches). Dudley estaba casado con una mujer muy enferma y se daba por sentado que ambos estaban esperando a que ésta muriera para formalizar su unión. Pero el fin de Amy Dudley se produjo de un modo que frustró cualquier posibilidad: un día apareció al pie de unas escaleras con el cuello roto, lo cual desató todo tipo de sospechas y acusaciones y obligó a la reina a alejar a su amado de la Corte.
Primas y rivales
Ya con 46 años, Isabel volvió a considerar la posibilidad de casarse, esta vez con el duque de Anjou, que era católico, francés y tenía sólo veinticuatro años. En este caso, fue la religión y nacionalidad del candidato lo que desató la oposición, de modo que Isabel hubo de renunciar a un hombre del que, según parece, llegó a estar enamorada.
El último de sus favoritos fue Robert Devereux, conde de Essex, joven petulante y consentido al que una reina ya en su ocaso toleró comportamientos que habrían enviado a cualquier otro al patíbulo. Ese fue, no obstante, su destino. En 1600 Essex, que se sentía despechado, intentó una rebelión contra Isabel I que le llevó a inclinar también la cabeza ante el verdugo.
Tudor al fin, Isabel tuvo que lidiar con los desafíos a su legitimidad y la posibilidad de la traición. El mayor problema se le presentó con su prima María Estuardo, reina de los escoceses, católica y, como ella, biznieta del primer Tudor, Enrique VII, lo que para muchos le daba perfecto derecho al trono de Inglaterra y la convertía además en un símbolo de la resistencia católica.
Pese a que nunca se conocieron, hubo una especie de rivalidad personal entre ambas, que eran mujeres muy inteligentes, extraordinariamentecultivadas y, cosa rara en la época, situadas en la cúspide del poder.
Un peligro para la estabilidad inglesa
María había crecido en Francia y a los dieciocho años volvió a Escocia, momento en el que se convirtió en un verdadero peligro para la estabilidad de Inglaterra. Hubo distintos intentos de desactivar la amenaza, entre ellos la extravagante propuesta de Isabel de que se casara con su adorado Dudley y vivieran los tres juntos en una especie de ménage à trois, algo que nadie aceptó.
María tuvo una vida sentimental tumultuosa. Se vio involucrada en el asesinato de su marido, Henry Stuart, también biznieto de Enrique VII, a consecuencia de lo cual perdió la corona escocesa y tuvo que refugiarse en el reino de su prima. Allí fue mantenida “bajo custodia” durante dieciocho años debido al peligro que representaba.
En 1586 se descubrieron unas cartas que supuestamente probaban su implicación en un complot para asesinar a la reina y sustituirla en el trono. En una de las decisiones más difíciles de su vida, Isabel tuvo que hacerla ejecutar. Pero María siempre se declaró inocente. Investigaciones posteriores han demostrado que al menos parte de ese material era falsificado, algo que apunta directamente a William Cecil, el intrigante secretario de Estado que acompañó a Isabel I durante casi todo su reinado.
Reino sin descendientes
Los últimos años de los Tudor se caracterizan por una creciente ansiedad debido a la ausencia de heredero. Después de cuarenta y cuatro años en el trono, la reina que se había casado con Inglaterra se acercaba a la muerte e iba a dejar huérfanos a sus súbditos.
Para entonces, llevaba peluca porque se había quedado calva, necesitaba toneladas de maquillaje para aparecer en público y tenía los dientes podridos. Mientras, los poetas de la Corte componían odas a su inmarcesible belleza. Cuando en 1603 murió, con sesenta y nueve años, el país sufrió una súbita oleada de pánico.
Se pensó que podía estallar la guerra civil, la guerra religiosa, el caos. Pero nada de eso ocurrió. Simplemente se impuso la política. En cuestión de horas, Robert Cecil, hijo del ministro que lo había sido todo durante décadas, organizó la sucesión y el cambio de dinastía. Jaime VI de Escocia, hijo de María Estuardo, la gran rival, fue coronado de este modo como Jaime I de Inglaterra. Los Tudor, pese a todos sus esfuerzos, habían durado poco más de cien años.