ATAHUALPA YUPANQUI SOBRE CARLOS GARDEL

LECTURASATAHUALPA YUPANQUI SOBRE CARLOS GARDEL

A 80 años de su ida al silencio… (Memorias)

Caminé aquel Buenos Aires anterior al año ’30. Escuché, desde la vereda de la angosta calle Corrientes, a casi todas las orquestas de la capital. Caminaba la noche por todos los barrios buscando trabajo, estableciendo relaciones con cantores y guitarristas, con periodistas, con provincianos nobles y también con otra clase de gente: conocí la amistad y la ayuda de rateros, de ladrones de tranvías, de carteristas, de gente “calavera”.

Hacía menos de una semana que estaba en la gran ciudad cuando conocí el calabozo de una comisaría. Yo ganaba mi vida tocando la guitarra, sin cantar, en los boliches de Avellaneda, de Puente Alsina, de Boedo y Chiclana, del Bajo Belgrano. Dondequiera que me daban permiso, me sentaba entre parroquianos, obreros, gente de paso de las tabernas sin importancia, y tocaba la guitarra. No esperaba ni exigía silencio. Sólo tocaba, y siempre en forma confidencial, sin bulla en el instrumento, sin brillantez alguna. De treinta personas, seis me alcanzaban una moneda. Y cuando me ofrecían un trago de algo, yo, que en aquellos años no bebía nada de alcohol, pedía un vaso de leche. Era mi alimento, mi solo alimento.

Usaba una pequeña guitarra desprotegida. No tenía estuche o cofre para guardarla. Una noche, en la calle Corrientes que crujía como terremoto cuando pasaba un verde tranvía Lacroze (que muchas veces me sirvió de dormitorio a cinco centavos el viaje “de obrero”), llegué hasta la pieza de un amigo y le confié la guitarra por esa noche solamente. Tenía un pedazo de queso y un vaso de leche, y con el peso restante hice un gasto extraordinario: me fui al teatro de la calle Esmeralda a escuchar a Carlos Gardel, que había llegado de Europa. Disfruté enormemente durante casi dos horas.

Yo, que nunca fui tanguero, que jamás aprendí a tocar un pedacito de tango, recibí con fuerte emoción la voz de Gardel, su acento, su forma de marcar las palabras, su temperamento, su simpatía desbordante, su calidad de artista nacido para producir, en ese género, la más pura belleza popular.

Como decía mi amigo Reguera, “engordé de emoción escuchando cantar”. Me paré a medianoche en la vereda de “Los 36 billares”. Llegaba hasta la calle el rumor de los bandoneones del bar vecino. Eran Aieta, o Minotto, o los hermanos Scarpino, o Vardaro-Pugliese.

Un rato después, con amigos de caras emocionadas y felices, pasaba con paso lento don Carlos Gardel. Todos lo saludaban al pasar. Gardel era como Buenos Aires después de haberse confesado, con penas y nostalgias, con rabias y amores. El alma de la ciudad cabía en él, honrosamente. Yo me había quedado sin un centavo, estaba cansado pero feliz, conmovido, agradecido de la noche

Caminando por la calle Lavalle, llegué hasta el teatro Colón. Frente a él, la plaza Lavalle. Me senté a descansar, a ordenar mis adentros. Y sin darme cuenta, me quedé dormido. No sé cuánto rato le concedí al sueño. Pero una mano firme me tocó el hombro. Era un policía, y creo que serían ya las tres de la madrugada. El hombre me pidió documentos. Se los mostré. Me los devolvió enseguida, diciéndome: “Acompáñame”. Y me llevó a la seccional tercera de la Policía. Allí expliqué los asuntos de mis pobres trabajos y justifiqué, con el billete del teatro, las horas anteriores. Pero me tuvieron hasta el mediodía siguiente. Me dejaron libre con un consejo serio: “Aquí no queremos vagos”.

Salí lleno de vergüenza y rescaté mi guitarra de la pieza de Páez, hombre de la noche, que dormía como un lirón. Y me fui a los barrios, buscando tabernas para ganarme la vida.

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