Tomado de MUY Interesante
El mundo renacentista fue tan bello como brutal. El fin siempre justificaba los medios y las rivalidades desembocaban en la muerte de los adversarios.
Madrid.- Pensamos siempre en el Renacimiento como una etapa volcada en la pintura, la escultura, la arquitectura y la literatura. Hemos estudiado que el hombre se redescubrió por entonces como centro de la creación y de ahí surgió el Humanismo, una forma de pensamiento que tuvo como consecuencia el despertar de las musas y de la cultura.
Pero eso no debería resultarnos extraño. Se podría decir que es muy coherente con el espíritu de una época en la que su principal pensador, el florentino Maquiavelo, teorizó que “el fin justifica los medios”. Si el poder lo disculpaba todo, es normal que los reyes, los nobles y hasta los papas sintieran la irresistible tentación de utilizar los más eficaces de esos medios para lograr el poder.
¿Y qué hay más eficaz que la eliminación directa del opositor? Así, lo cierto es que las conspiraciones fueron una constante: se vivió la época dorada del asesinato político. Incluso estos estaban más relacionados con el arte de lo que creemos.
El 27 de julio de 1478, el pintor Sandro Botticelli, que se encontraba por entonces pintando su alegre y celebrada obra La primavera, cobró 40 florines de los Médici, una cantidad considerable, por retratar algo mucho más truculento: las imágenes de cuerpo entero de los tres ahorcados por participar en la cruenta conjura de los Pazzi, que había teñido de sangre la mismísima catedral de Florencia unos meses antes, en abril. El rentable trabajo de encargo para Botticelli gozó de la máxima visibilidad para los florentinos, ya que lo plasmó en un muro exterior de la parte trasera del Palazzo Vecchio, la sede principal del poder en la ciudad. Eso era porque las imágenes tenían una función fundamentalmente propagandística e intimidatoria, que formaba parte de una antigua costumbre: perpetuar para la eternidad el oprobio de los culpables.
Puñaladas en plena misa
Desde el punto de vista de las autoridades, no había para menos. La conjura de los Pazzi había conmocionado a toda Florencia y demostrado hasta qué límites se estaba dispuesto a llegar por hacerse con el poder. El 26 de abril de 1478, un bonito domingo de primavera, en plena celebración de la Santa Misa y en el justo momento en que el sacerdote oficiante levantaba la sagrada hostia para su consagración, un hombre aprovechó para sacar un puñal oculto bajo su capa y asestarle una cuchillada a Giuliano de Médici, hermano menor de Lorenzo el Magnífico y, junto a él, señor y gobernador de la ciudad.
Al primer conspirador se le unió inmediatamente otro, que daría nombre al suceso, Francesco Pazzi. Ambos actuaron con saña y le asestaron a la víctima nada menos que diecinueve puñaladas, sin importarles lo más mínimo el lugar en el que se encontraban y el momento en el que ejecutaron su vil acción.
Todo había sido cuidadosamente premeditado y no estaban solos: mientras ellos se encargaban de Giuliano, otros dos hombres, sacerdotes para más inri, se abalanzaron sobre el todopoderoso Lorenzo y consiguieron infligirle varias cuchilladas, al menos una de ellas en el cuello, por las que sangró en abundancia. Pero sus amigos se lo llevaron a tiempo, escondiéndolo en la sacristía norte. Uno de ellos, Francesco Nori, murió protegiéndole.
Ahí empezó a fallar la conspiración, que tenía un escenario paralelo en la Piazza della Signoria, donde otro de los miembros del clan de los Pazzi, una poderosa familia de mercaderes, dirigía un pequeño ejército de mercenarios con el que pretendía tomar el Palazzo Vecchio y consumar así un golpe de Estado que apartaría a los Médici del poder.
Para cuando llegó, el palacio ya estaba cerrado y la campana repicando en la torre, y los favorables a los Médici se habían precipitado a las calles. El golpe fue un fracaso, que quedó formalizado cuando, un poco más tarde, Lorenzo de Médici se dejó ver desde una ventana del palacio con el cuello vendado con un pañuelo. Había sobrevivido.
La venganza, un plato que se sirve frío
Comenzó entonces una carnicería vengativa por parte de los Médici que iba a resultar mucho más atroz que la propia conspiración. La primera noche se dio rienda suelta al linchamiento de los considerados favorables a los Pazzi: sin ningún tipo de juicio, fueron colgados más de veinte participantes en el complot.
En los días siguientes, se asesinó a otros sesenta más. La sangre corría libremente por Florencia. La conjura no había sido una loca iniciativa individual de los Pazzi, que era una familia con multitud de negocios, incluida la actividad bancaria en Roma.
Gracias a ello, tenían buenas conexiones fuera de Florencia y parece que su golpe contó con un gran aliado: el papa Sixto IV, que le prestó un discreto apoyo, como también hizo el arzobispo de Pisa. Así era la política y la vida en el Renacimiento italiano.
Por cierto, que el primer asesino que había sacado su puñal en plena consagración, Bernardo de Bandino, logró sorprendentemente huir a Constantinopla, aunque allí fue capturado de nuevo a petición de Lorenzo de Médici y llevado a Florencia, donde por fin se le ejecutó en diciembre de 1478.
Conocemos bien cómo quedó su cuerpo ahorcado, pues hubo otro artista que se ocupó de retratarlo en un detallado boceto, que incluía en el margen un texto descriptivo acerca de sus ropas. El joven pintor se llamaba Leonardo da Vinci.
Cabría decir que tan habituales eran las conjuras que sus protagonistas ni siquiera habían sido originales en su plan. Dos años antes, el duque de Milán, Galeazzo Maria Sforza, fue asesinado cuando se disponía a entrar también en una misa, la navideña del día de San Esteban, una fiesta de gran importancia en la tradición italiana.
Antes de que pudiera acceder al Duomo, tres nobles de otras familias lo pararon para presentarle sus respetos. Primero se arrodillaron ante él; luego lo apuñalaron, y en este caso con éxito. Aunque su acción no serviría de mucho, ya que ellos serían capturados y ejecutados, mientras que los Sforza conservaron el poder, al ser sucedido Galeazzo por su hermano, Ludovico.
Sin embargo, sí crearon tendencia entre los conspiradores con su idea del complot en plena misa, directo precedente del suceso de Florencia. Pero no siempre los asesinatos políticos iban a practicarse de forma tan evidente y poco sofisticada que dejara casi sin probabilidades de ocultarse a sus ejecutores.
Maquiavelo habla en su famosa máxima de “medios” –en plural– para conseguir los fines, así que sin duda había una panoplia de opciones para escoger la mejor herramienta posible.
Y con esta idea en mente, es evidente que el veneno resultaba un utensilio ideal para los propósitos de los conspiradores políticos. No sólo era muy efectivo, sino que, sobre todo, resultaba discreto y dejaba pocas pistas. Así, el envenenamiento pasó a convertirse en un arma política de primer orden en la época.
Libros para aprender a envenenar
El interés por los venenos y por cómo contrarrestarlos se había despertado ya antes del Quattrocento y no estaba circunscrito a los magos, alquimistas o brujas. El primer libro de los venenos del que se tiene noticia lo escribió precisamente un italiano, Pietro d’Abano, que vivió entre 1250 y 1316 y fue profesor de Medicina en la Universidad de Padua. Se titulaba De remedis venenorum.
Era una obra plenamente científica y muy detallada en la que clasificaba los venenos según su origen mineral, vegetal o animal. En ella se aclaraba que se puede uno envenenar no sólo consumiendo sustancias tóxicas, sino también a través del aire o la piel.
El libro gozó de una enorme popularidad: se realizaron catorce ediciones, lo que da muestra del interés por la materia. A pesar de que su autor fuera profesor, la Iglesia no se fió y lo persiguió por mago. En 1424, un monje, el maestro Santes de Ardoynis, escribió un libro de los venenos. En él se enumeraban los más habituales, con objeto de describir sus efectos y recomendar antídotos. Aparecían citadas plantas venenosas como el acónito, el eléboro, la raíz de mandrágora o la adormidera, y sustancias como la cantaridina (que se obtiene secando y pulverizando un insecto) o elementos químicos como el arsénico (conocido desde tiempos remotos y que se encuentra en muchos minerales).
También el famoso médico y alquimista renacentista Paracelso se ocuparía de la materia, ya que su forma de estudiar el cuerpo humano y practicar la medicina estaba basada en la química.
La química se perfecciona
Al conocimiento científico se unía la actividad clandestina de un mundo en el que la magia, la alquimia y la brujería jugaban un papel bastante relevante. En estos ambientes circulaban las pociones mágicas.
Muchas podían ser inofensivas, como los románticos “filtros de amor” que proporcionaban alcahuetas como La Celestina (una obra renacentista). Servían para desatar la pasión en los enamorados, tal y como queda reflejado en el texto de Fernando de Rojas.
Pero de ahí a preparar bebedizos letales había tan sólo un paso, y los expertos en estos conocimientos precursores de la química lo daban sin dudarlo, a voluntad de quienes les pagaran. Así que empezaron a surgir preparados cada vez más sofisticados.
La cumbre del arte de envenenar se logró por entonces con la cantarella, un veneno que se obtiene al mezclar el arsénico con vísceras de cerdo. Existen descripciones de su preparación, que resultan tan desagradables como debía de ser su ingestión para los desafortunados que involuntariamente la consumían: “Sacrificar un cerdo y de él sacar sus entrañas rociándolas con arsénico. Colocarlas en una vasija de cobre durante treinta lunas y treinta soles aguardando su total putrefacción. Sacar la masa putrefacta y recoger los líquidos. Desecar éstos para obtener una cristalización, una especie de polvo blanquecino parecido al azúcar. Guardarlos en una cajita de metal, preferiblemente oro”.
El nombre de la cantarella está indisolublemente asociado a la familia Borgia, y los polvos blancos, a su leyenda negra, ampliamente difundida por sus enemigos de las familias italianas de rancio abolengo, que no soportaron perder el control del papado.
El pontífice Alejandro VI era la cabeza del clan Borgia, al que luego se sumaría su hijo César, un modelo de príncipe renacentista ambicioso al modo de los definidos por Maquiavelo. A quien más se asocia al veneno es a la hija, Lucrecia, de quien se dice que llevaba un anillo que se podía abrir y en el interior del cual guardaba polvos de cantarella, por si debía usarlos contra alguien.
En aquella época fueron comunes las grandes piezas de joyería, una de cuyas aplicaciones era posiblemente la de esconder cosas en su interior.
¿Intoxicación o malaria?
Quizá los Borgia fueran envenenadores en serie, como querían hacer ver sus enemigos, aunque no hay demasiadas referencias claramente demostrables, pero lo que sin duda sí resultaron es víctimas de envenenamiento. Y en el caso del papa, irremediablemente.
En el verano de 1503, en pleno mes de agosto, Alejandro VI y César Borgia fueron invitados por el cardenal Adriano da Cornetto a una cena en la villa campestre de éste. En principio era un encuentro entre aliados, pues el purpurado había sido secretario papal.
Sin embargo, la cena se les iba a atragantar a los dos ilustres Borgia. Ambos vomitaron toda la comida, y Alejandro expulsó una gran cantidad de bilis. Simultáneamente empezó a sufrir fuertes fiebres. Ya nunca se recuperaría: trece días más tarde del ágape, el 18 de agosto, moría el Papa valenciano sin haberse llegado a recuperar en ningún momento. César Borgia sí sobrevivió.
No está clarificado totalmente que fuese un envenenamiento (se ha sostenido que pudo tratarse de una epidemia de malaria), pero la coincidencia de la enfermedad entre padre e hijo no puede por menos que dar que pensar. En la Italia del momento, todo el mundo dio pábulo a la idea de que habían sido intoxicados.
Precisamente, una de las ventajas que más se valoraba del veneno era la facilidad con que sus efectos podían atribuirse a una enfermedad o dolencia fortuita, de origen más natural. Así, muchos emponzoñamientos del Renacimiento permanecen cubiertos todavía por un halo de misterio.
Es lo que sucede con la muerte de Pico della Mirandola. Considerado una de las mentes privilegiadas del Renacimiento y autor de algunos de los textos que mejor definen el Humanismo, había sido perseguido por sus escritos, sospechosos de herejía. Llegó a ser excomulgado, aunque más tarde el citado Alejandro VI lo absolvió y Della Mirandola se entregó a un profundo fervor religioso que le llevó a tomar los hábitos de los dominicos.
Un misterio resuelto 500 años después
El 17 de noviembre de 1494, morían a la vez él y su amigo Poliziano, otro distinguido intelectual. Rápidamente se extendió la teoría de que habían sido envenenados, pero ha habido que esperar más de medio milenio para aclarar la causa de la muerte.
En 2007, un equipo de científicos de tres universidades italianas (Bolonia, Pisa y Lecce) hizo un análisis de los restos de ambos. A pesar del tiempo transcurrido, en los huesos continuaba habiendo restos de arsénico, lo que permite validar la hipótesis de que fueron víctimas de una mortal intoxicación.
A partir de estas investigaciones han surgido nuevas teorías sobre su muerte, como la de que se le matase porque defendía que la astrología no era una ciencia sino un arte adivinatoria; algo que habría molestado a algunos, como se sugiere en una carta de la época exhumada por los estudiosos.
También podría ser que la orden del asesinato hubiera partido nada menos que de Piero de Médici, el sucesor de Lorenzo. Pero sin duda el asesinato más célebre del Renacimiento es el de la aristócrata María de Ávalos a manos de su esposo, el también noble y gran compositor Carlo Gesualdo.
El suceso ha pasado a la posteridad tanto como la excelsa música del marido criminal. Carlo Gesualdo, príncipe de Venosa, perteneciente a una de las grandes familias nobles de Nápoles, buscaba una esposa que diese “signos suficientes de fecundidad”.
La encontró en la aristócrata María de Ávalos, que con tan sólo veinticuatro años había enviudado ya dos veces y tenía dos hijos. Pronto le daría uno a él también. Pero María era asimismo “la dama más bella de Nápoles” –según frase del embajador veneciano de la época– y, harta de tanto matrimonio de conveniencia, se echó en los brazos de otra beldad como ella, el príncipe Fabrizio Carafa.
Gesualdo fue avisado de que le estaban poniendo los cuernos en su propio palacio, irrumpió en la habitación de ella de madrugada, haciendo derribar la puerta, y los sorprendió en flagrante adulterio. Él y sus hombres mataron a los dos amantes sin esperar más y de forma brutal.
El honor mancillado
El doble crimen no tuvo ninguna consecuencia legal para Gesualdo: la causa abierta contra él fue sobreseída al día siguientede abrirse, pues el Derecho de entonces consideraba el adulterio como un delito que justificaba la reacción del marido para salvar su honor mancillado.
Pero el escándalo salpicaba a demasiadas familias nobles y Gesualdo se tuvo que marchar de Nápoles y se fue a vivir a la corte de Ferrara, en el norte de Italia, donde desarrollaría su carrera como gran compositor de madrigales y se casaría por segunda vez.
De este matrimonio nació un niño, que murió por enfermedad con apenas doce años. Gesualdo lo consideró un castigo divino por sus pecadosy, para expiarlos, se entregó a prácticas de flagelación, contratando a muchachos para que lo fustigaran.
Según los testimonios, obtenía placer de estas actividades masoquistas y, sintiéndose cada vez más infeliz (otro hijo varón había muerto), acabaría encontrando la muerte durante una de estas sesiones en 1613. Las letras de sus bellos madrigales pueden ser hoy leídas como una demostración de un carácter que disfrutaba más con el castigo que con los placeres.
Una de las más célebres dice así: “Si mi muerte anhelas, cruel, moriré feliz, e incluso después de la muerte solamente te adoraré”. Gesualdo demostró que lo que escribía no era sólo retórica, sino que él, como tantos otros italianos de entonces, era capaz de llevarlo a la práctica.
Pasionales y exaltados hasta el desvarío, capaces de tocar el cielo con su arte y el infierno con su locura, Gesualdo y, con él, todo el Renacimiento se nos aparecen así con una nueva perspectiva.