Por Gustavo Borges ()
México DF.- La única vez que me subí en un ring de boxeo fue en julio del 2009 en la Ciudad de México, donde cinco boxeadores cubanos y yo nos disputamos el favor de una trigueña con unos ojos llenos de alegría, según escribió sobre ella un poeta un montón de años después. Los rivales iban desde los 51 hasta los 91 kilos. Uno llegó a campeón olímpico, pero el dato no viene al caso.
Aunque me moría de miedo, oriné en la esquina azul, decidido a marcar mi territorio. De manera sorpresiva ninguno de los peleadores respondió. Así que quedé con el camino libre para acceder a la entonces casi niña, cuya piel del color de las galletas integrales Habaneras, mis preferidas.
“Eres más rollo que película”, me hubiera reclamado alguno de los trogloditas si se hubiera enterado de lo que hicimos ella y yo con el regalo de la intimidad. Cuando nos quedamos solos, empecé con la criatura marina una relación intensa, pero asexual. Fue la única manera de mantenernos unidos para siempre y de paso contradecir al poeta que aseguraba que el sexo el juez universal del ser humano.
Meses más tarde la ninfa se sumergió en una Bahía de Sal, donde de vez en cuando la visité. Daba gusto verla imitar a Alfonsina en su último día en Mar del Plata, aunque lo que más disfrutamos fue remar por horas, en los tiempos de la COVID, en el lago de un país llamado Avándaro.
“En el verano celebramos nuestros 15”, me dijo en enero de este año y me sentí ofendido porque soy una lámpara para las fechas y pocas cosas me duelen más que alguien se me adelante al recordar aniversarios. Semanas después se desnudó y me mostró una herida de muchas puntadas de la cabeza al piso. “Fue hace año y pico, me la hizo un oso, pero agradezco porque esta cicatriz me permitió escribir una novela, una obra de teatro y un poemario”, me confesó.
Hace unas horas la vi. Volvió a apabullarme con otra efeméride, al recordarme que pronto cumplirá 42 años con 195 días. Luego me reveló que otra secuela del ataque del animal la sufrió su piel, a punto de perder la elasticidad.
Sumergida en Palabrería de lujo, una enciclopedia catalana, la náyade descubrió que la única forma de curarse la tez, el espíritu y lo que late en su interior es echarse al Mediterráneo, donde existe un sanador con una pócima a base de pulpa de genistas, que le devolverá la condición de liga a su epidermis y le detendrá el envejecimiento.
Este jueves mandé a pedir a mi abuelo carpintero un manual para hacer un barco como el que él le construyó en Calimete a un héroe matancero del trabajo. El pedido llegará en septiembre, me avisó José Miguel. Según eso, en unos meses tendré con qué para visitarla y como hicimos en su bahía salada, navegar tomados de la mano, esta vez en los atardeceres rojizos del Mediterráneo.