Por Yoandy Izquierdo Toledo ()
PInar del Río.- Uno de los rasgos del populismo es la reescritura de la historia. Los regímenes populistas incorporan un lenguaje “nuevo” para hacer creer que determinado estado de cosas “buenas” comenzó con ciertos liderazgos y todo lo malo pertenece al mandato anterior, es decir, a épocas pasadas. La persona, inmersa en la vorágine del día a día que produce este tipo de sistemas, cansada de discursos reiterativos y de marcado carácter demagogo, si no posee las herramientas éticas suficientes para discernir conscientemente lo que es cierto, relega la verdad produciéndose un autodaño.
Si bien el populismo afecta el alma de la sociedad en tanto enturbia la realidad, hay un efecto más dañino a largo plazo que es, precisamente, la consecuencia de esa reinvención de los hechos a través de mitos y mentiras. Se trata de la pérdida de la memoria histórica. Esa que quizá ahora muchos no valoran, pero que es la que mantiene viva la tradición y la cultura de los pueblos.
Sin llegar a hacer un análisis exhaustivo del proceso, de sus elementos constitutivos (codificación, almacenamiento y recuperación), quiero referirme a algo más personal: ¿cuán fieles somos nosotros a la historia que nos ha antecedido? Esta es una pregunta que me hago con recurrencia. Me preocupa sobremanera que desde la pequeña escala, en el plano de las relaciones interpersonales, fijémonos que no hay que llegar a la escala país, seamos partícipes del olvido o la tergiversación de los hechos.
Cuando nos detenemos a analizar el porqué de la negación del pasado, resulta que las causas pueden ser muy variadas. Algunas de ellas incluyen intereses propios, a veces disimulados bajo intereses colectivos, divorcios con el pasado porque no estamos de acuerdo con la sucesión de los acontecimientos, no fuimos lo que realmente quisimos, u obramos por caminos que desde la mirada de hoy no encajan en nuestra mentalidad. Eso es lo que podríamos llamar la faceta de la autonegación. Es una manera de engañarnos porque somos la misma persona a través del tiempo, enriquecida con la experiencia de vida que aporta al crecimiento humano en sentido amplio.
Pero existe una dimensión más allá de la que afecta en primera persona, y es la que traspasa esa autonegación para llegar a negar y producir los mitos que esconden la verdad fácilmente comprobable sobre la historia que implica a los demás. Intentando desentrañar esa falta grave que es la desmemoria consciente e intencionada (malintencionada) podemos decir que responde a una inconformidad o a una inconveniencia con el pasado. Algún elemento, o muchos, pueden no gustarnos, pueden provocar desacuerdos, lágrimas y hasta el giro drástico de los acontecimientos; sin embargo, no por ello dejarán de ser ciertos. Sepultar la historia, perder la memoria o hacer como que la perdemos, es vivir en la ignorancia. Y vivir en la ignorancia es perder la vida.
Es de preocuparse cuando en diversas áreas del desarrollo humano nos encontramos con este fenómeno. Duele mucho más cuando la historia, que algunos se empeñan en afirmar que la escriben los vencedores, es olvidada por una amnesia selectiva que entresaca, para permanecer a la luz, solo lo que se considera “óptimo”. Eso es una crimen contra la historia personal y nacional; tanto la persona humana como los pueblos viven de su memoria, de la cosecha de sus vivencias, de sus logros mayores y de sus muchos desaciertos. De ellos se aprende y se edifica toda obra noble y perdurable.
Asombra constatar que, aún con los protagonistas vivos, hay personas capaces de reescribir la historia inventando currículos, cambiando fechas, escenarios, poniendo matices a los hechos que son los que son y, sobre todo, acomodando la verdad. La verdad nos hará libres, como narra el Evangelio de Juan. Esconder la verdad es también vivir en ausencia de libertad y, al fin y al cabo, si ese es el precio de negar la historia, se percibe un mal mayor que el que se realiza. Entonces, ser cómplices de la desmemoria o la mitomanía, nos conduce a un terreno negativo donde el resultado es perder-perder.
Juan Pablo II, en su Carta Encíclica “El esplendor de la verdad” pone de manifiesto que la belleza de la verdad y el bien resplandece en la libertad del amor, cuya expresión primera es la comunión de las personas. El esplendor de la verdad es capaz de conducir a los hombres fuera de las tinieblas. Permanecen allí, en medio de ellas, quienes pretenden elevarse a través del mal.
La libertad humana y la conciencia dotan a la persona de las herramientas para el buen discernimiento. Ser consecuentes, vivir en la verdad y respetar todo lo que nos ha antecedido, de donde bebemos la savia nutricia y donde a veces también enjugamos nuestras lágrimas, es un compromiso perenne. No más bandos de vencedores y vencidos. Salvar la memoria es salvar la historia, y esto es asunto de todos.