Por Armando Cuba de la Cruz (CubaXCuba)
«…no hay que confundir la amistad con la servidumbre, ni dejarse engañar por la apariencia de las palabras vacías».
Holguín.- La reciente visita de un destacamento naval ruso a La Habana entre el 12 y el 17 de junio, ha revivido el fantasma del riesgo que el mundo corrió en 1962. Para la fecha, la Guerra Fría, estrenada unos cinco lustros atrás, tipificaba el duelo este-oeste y mantenía en vilo al planeta ante los riesgos de un enfrentamiento entre las potencias-líderes, el cual hubiese arrastrado a los aliados de uno y otro bando a una conflagración nuclear.
Sin embargo, en cierto sentido, hoy la relación se presenta invertida. Entonces la crisis existió a causa del emplazamiento imprudente de proyectiles nucleares soviéticos en la Isla. Hoy, la manzana de la discordia se construye a partir de una crisis preexistente, con la cual se articula la presencia naval rusa en el principal puerto del país caribeño.
El imperio soviético, sin proponérselo, había recibido un refuerzo importante a partir de 1959. Una gran oportunidad se le ofreció entonces en Cuba, a menos de 150 kilómetros de las costas norteamericanas. Con esa fuerza más, la URSS —Rusia le llamaba la mayoría, sin que el nuevo nombre se fijara en la mente popular hasta mucho después—, había trasmutado, de oscuro ente geopolítico extraño y casi desconocido, en «amigo fiel», como el rico molinero de la famosa obra de Oscar Wilde.
Pero, como en el cuento del escritor británico, no fue tan ferviente compañero el antiguo imperio de los zares. Capituló ante la potencia rival. Una rendición humillante, con la que, de paso, hacía trizas compromisos contraídos con Cuba, sin siquiera tener el gesto de informar a su gobierno, ni que este participara de dicho acuerdo. La airada reacción cubana no evitó que fuera desdeñada. En aquella ocasión, más de seis décadas atrás, la potencia euroasiática dejó, en su apresurada retirada, los jirones de su prestigio como alimento para peces en las aguas atlántico-caribeñas. La Unión Soviética era dueña de unas cuatro decenas de cohetes nucleares de alcance medio en Cuba, y un contingente de tropas ascendente a 43 mil hombres sobre las armas, que también evacuó de la isla.
Dos décadas más tarde, en medio de agudas contradicciones cubano-norteamericanas y el ascenso de Ronald Reagan a la presidencia, en enero de 1981, la alta dirección del Partido Comunista de la Unión Soviética y su gobierno, dejaron claro a Raúl Castro que, en caso de conflicto, Cuba estaría sola frente a Estados Unidos. Con campañas de propaganda, acuerdos y tratados, se intentó enmascarar aquella decisión unilateral y ofrecer al mundo una realidad otra, inexistente, fundada en supuestas «sólidas relaciones» entre ambos países. En Cuba quedó, como símbolo de aquella «amistad indestructible», un centro de espionaje electrónico conocido como Base o Centro Lourdes.
La ayuda y la «fidelidad» del régimen soviético hacia Cuba eran condicionadas e interesadas, sobre todo en el empleo de nuestro país como parte de su conflicto con los Estados Unidos. Una deuda de «gratitud» cuyos ecos llegan hasta hoy como un síndrome y administran, en cierta medida, el comportamiento político de la nación y forman parte aún del imaginario del archipiélago caribeño. Pero los tiempos, los actores y la puesta en escena han cambiado.
En la «especial relación» entre la mayor de Las Antillas, consolidada durante décadas, la URSS, y luego Rusia, han sido un verdadero «balón de oxígeno» prácticamente inagotable para el régimen cubano… que este no ha podido, sabido o querido emplear con eficiencia para el crecimiento económico de la nación. Tal vez ha tenido otras prioridades. Pero lo incuestionable es que durante décadas, un flujo incesante de recursos —ascendente según los analistas, a 35 300 millones de dólares—, arribó a la Isla. Cierto que en materia de tecnología no era lo más moderno. Llegaron mastodónticas industrias de diversos tipos, toscos y muy duraderos instrumentos y equipos. Cuba fue reconocida como parte de la familia de países socialistas, el comercio creció, fue acogida en el Consejo de Ayuda Mutua Económica y como botón de muestra se proyectó un edificio para acoger al flamante organismo. Nunca se construyó. De todas formas, el régimen vivió su mejor, o menos mala, época desde 1959.
¿Sería Cuba capaz de aprovechar y manejar con eficiencia nuevos capitales financieros y tecnológicos que pudieran obtener, aun cuando no fueran, ni con mucho, lo más avanzado? ¿Funcionaría esta vez la opción táctica de la «alianza estratégica» ante la tozudez norteamericana de no comulgar con el sistema y gobierno de Cuba? ¿Hasta dónde la amistad habría de ser fiel? ¿Hasta qué punto interesada en el dinámico escenario geopolítico actual?
HOY. LA INCERTIDUMBRE
Con el tiempo, un oscuro espía ascendió al poder en Rusia, sobrevino un acercamiento con Occidente, y se puso sobre la mesa una antes impensable «luna de miel», con posible ingreso en la OTAN incluido. Un día, Cuba amaneció con la noticia de que la Base Lourdes desaparecía. Tampoco se le tuvo en cuenta esta vez.
Vienen a la memoria la firma de un tratado entre España y Estados Unidos sin la participación de los cubanos, en diciembre de 1898, que definió los destinos de este país al pasar de manos de un imperio decadente a otro en ascenso; o la negativa del jefe norteamericano meses antes, al impedir la entrada de las fuerzas libertadoras cubanas en Santiago de Cuba, y aseverar W. Shafter que «este es un territorio conquistado por nosotros». Las grandes potencias cambian sus nombres a lo largo del tiempo histórico, pero sus esencias imperiales son similares: España, Estados Unidos, Rusia… vienen a ser mutatis mutandis, la misma cosa.
Ahora fueron buques de superficie y un submarino atómico supuestamente sin armas nucleares; luego el tiempo dirá, pudieran ser muchos más con todas las armas posibles. El peligro de que otra vez Cuba se vea inmersa en un conflicto entre imperios que no le corresponde, existe realmente si quienes gobiernan la Isla actúan festinadamente y continúan tomando decisiones infelices.
El comandante de la Armada Rusa, Alexander Moiséev, dejó ver que uno de los objetivos de la visita «rutinaria» y «no oficial», era llamar la atención de su adversario. Tal acto, dijo, irritó a los Estados Unidos, algo «muy importante». Según sus propias palabras «el viaje surtió efecto» y buques rusos continuarían cumpliendo misiones de este tipo «en las áreas importantes para Rusia». Y remataba el alto oficial: «contamos con el apoyo de Cuba».
Se infiere entonces que: 1° un objetivo primordial era molestar a los Estados Unidos; 2° con ese fin, la visita funcionaba como una provocación; 3° dichas intenciones no cesarán en el futuro y, 4° Cuba apoya este tipo de acciones en el presente y en lo porvenir. Para mí, ciudadano cubano cuyo deseo —siguiendo el pensamiento vareliano—, es que mi patria sea tan isla en política como lo es geográficamente; no puedo ver indiferente tales quehaceres con fines alejados de los intereses nacionales.
¿Cuál es la señal que se envía? ¿La de un amigo que llega armado en visita «amistosa» en un contexto de tensión universal? ¿Acaso el halcón está señalando amenazadoramente a su adversario desde un territorio pacífico y neutral que ha proclamado estar al margen de los principales conflictos en Europa? Una actitud cívica opone su criterio a exacerbar odios y levantar resquemores de consecuencias no tan imprevisibles; mucho menos arriesgar la seguridad y el bienestar de su pueblo, ya en entredicho.
En territorio cubano atracaron unidades navales de tres potencias rivales. De una parte los rusos; al otro extremo de la Isla, los americanos; otro estado miembro de la OTAN amarró un buque patrullero de su Armada Real al lado de los euroasiáticos. La declaración del ministro de Defensa canadiense Bill Blair, difundida por radio Canadá, aclaró que la misión del Margaret Brooke en La Habana era muestra de que «cualquier actor extranjero que venga a nuestro vecindario debe esperar ver a nuestras fuerzas armadas cumplir su misión de proteger los intereses de Canadá. Nuestra presencia en la región envía un mensaje de disuasión».
Los enfrentamientos entre imperios se desarrollan hoy de tal modo que cada uno posee a la mano un «arma apocalíptica cargada y amartillada». Añádanse las cibermaniobras galácticas de un país, las amenazas misilísticas de otro, los grandes movimientos marítimos y de bases navales en el tablero geopolítico universal, los tratados y lo que parece ser formación de bloques como en los mejores tiempos de la Guerra Fría. Ordenemos esto en la mente y tal vez estemos asistiendo a la materialización de la palanca famosa para mover el mundo… hacia el holocausto universal.
Las autoridades cubanas no tienen derecho a permitir que las contradicciones interimperiales ruso-norteamericanas escalen al Caribe e involucren al país en provocaciones de esta índole. Es una decisión irresponsable que pone en peligro al propio pueblo cubano en aras de una dudosa «solidaridad» con sabor a pago de deudas. Unas «relaciones fraternales» que, como se ha dicho, han sido traicionadas en más de una ocasión por quienes, en momentos de riesgo o de cálculo, han mirado para otro lado… o han claudicado. Cuba, según la vocación martiana debería ser equilibrio, razón, mesura y tolerancia. Téngalo presente el gobierno. Porque en medio de tiranteces globales, visitas de «cortesía» como la que acaba de producirse, tensionan y desequilibran. En la geopolítica universal el país caribeño no está en condiciones de ser «muelle» ni, mucho menos, convertirse en parte de un conflicto entre extraños.
Una lección se nos presenta con toda su luz ante nuestros ojos: las grandes potencias utilizan a los países pequeños, pero no existe caso en que pongan en riesgo poder, riqueza y existencia para salvar a la débil nación que en ellas confíe. Esa es, al menos, la experiencia cubana. En todos los casos, el gobierno de la Isla y sus representantes no han sido tenidos en cuenta. No existen para los estados poderosos. El régimen parece no estar enterado de «la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos», como afirma José Martí en su fabuloso ensayo «Nuestra América». Cuba ha sido eso: ninguno, nemo.
La amistad es mutua, o no es. No se presume de ella ni se adormece con palabras más o menos altisonantes, se demuestra en hechos. No ha de pervertirse para el abuso de la confianza depositada en el amigo. No se deja a los amigos en la estacada. No ha de servir de manipulación o empleo a conveniencia, no es cálculo ni revancha «manipuladora y miserable», hija de la deshonestidad.
Sería una necedad política sin beneficio alguno para la Isla, que Cuba prestara su territorio para que dos potencias rivales muestren sus músculos una a la otra, cual dos perros de pelea que gruñen y enseñan mutuamente sus dientes, como ocurrió en La Habana y Guantánamo en días pasados. Sería hipócrita la administración de la República si no aplica para sí lo que exige a otros, tocante al despliegue de fuerzas extrañas en el país. Las buenas relaciones se mantienen por afecto o por prudencia. Sea juicioso el gobierno, a quien corresponde decidir en qué, quién, por qué y para qué se usa su espacio geopolítico; pero lo último que pudiera hacer, la locura mayor, sería entregar su casa para que los vecinos la desordenen… o la destruyan.