Por Ulises Toirac ()
La Habana.- «Campo Hermoso» era un campamento de los de escuela al campo. Yo tenía certificado médico por el asma pero de todas maneras quise ir. Era la última vez que podría hacerlo pues estaba en 12 grado y no me iba a perder la cumbancha.
Aquello está en San Juan y Martínez, y según recuerdo con la neblina del tiempo, tenía un corto camino a la carretera y esta, en un sentido, iba para el pueblo, y en el otro para un raro pueblo del que supe varias cosas años después: Sandino. Raro en primer lugar porque era el único nombre de ese tipo en la provincia. Que yo supiera.
Confieso que fui un carepapa. Era el jefe de emulación del campamento, así que mi trabajo no era «cogerla» (intento tranquilizar mi conciencia pensando que querían cuidarme del asma, pero mi conciencia nunca resuelve a mi favor esos duelos). De tal manera que lo mío era llevar números de las brigadas, recorrer los campos y montar una red de espías en otros campamentos para saber por dónde andaban sus cumplimientos y «atravesarnos» para ganar la emulación de todo el preuniversitario. En tres palabras: joder y no ser jodido. Ok, cinco.
Di rueda como un general. Caminar sí caminé por todo aquello en desiguales surcos que todavía siento bajo las botas plásticas azules que te dejaban una zanja en las patas por detrás justo a la altura de la mitad de los gemelos. Caminar con aquello protegía de otras cosas pero eso era acaballante en superlativo.
Otra cosa para la que tenía permiso era pa desaparecerme por toda la zona montado en carretas o guaguas, algo que no le estaba permitido a todo el mundo. Claro que lo hacían. Incluso conmigo. Y cuando nos «partían» yo decía: «se los dije, pero ellos no querían bajarse». Y todo bien. Para mí, ellos se ganaban un autoservicio infame por tres días.
Por supuesto que la casa de tabaco estaba «a pululu». Y resulta que la fecha del día de San Valentín entraba en el calendario de la etapa. Yo no sé a qué ser responsable se le podía ocurrir poner aquellas toneladas de hormonas en un sitio así un 14 de febrero.
Para no hacer larga la historia y evitando nombres reales, me toca organizar la fiesta de esa noche. Incluía cuadrar el sonido, algunos dulces, la música, acondicionar el área frente a los albergues, unas guachipupas que más que alcohol tenían olor a bebida… Y la verdad es que me quedó encabronao.
Pero en el medio de la fiesta (debían ser como las nueve y media o diez), Pablito «Martillo» (un cabezón de abolengo) me dice que en la casa de tabaco que estaba como a cien metros del campamento, se estaban efectuando «intercambios de primer nivel» celebrando la fecha.
Las casas de tabaco, bueno es recordarlo, tienen varios pisos marcados con horcones sobre los cuales se hacen descansar muchísimos «cujes», a los que se tejen las hojas de tabaco. En más de una ocasión me subí a uno de esos pisos y usé la recua de cujes de cama pa echar una siesta.
Y… Como era de esperar pa esta alma jodedora y buscadora de emociones, nada más enterarme del hecho, mi diablito dió un salto mortal.
Fui a paso de contingente pa la casa de tabaco sumida en la más profunda oscuridad y grité en la puerta fingiendo voz de adulto (ni eso tenía):
– ¡¿Y esta templadera qué coño es?!
No calculé bien las consecuencias. Pedri, la jeva, El Jimagua y la suya, cayeron al suelo desde dos «pisos» diferentes, mientras Mandy (que se arratonó y prefirió el suelo llano de la casa de tabaco) salía corriendo con los pantalones en la mano y su novia gritaba al fondo de la casa de tabaco:
– ¡¡No hay lú, no hay lú!! ¡Por favor, no hay lú!
Toda la vida me he preguntado pa qué coño Aurorita gritaba aquello.