Por Renay Chinea ()
Barcelona.- Cuando desperté, descubrí que había sido una pesadilla a medias: el asesino no existía más, pero la mitad de la congoja aún seguía allí.
Llegamos a pensar que era una gripe pasajera, por eso, a la caída de la tarde, mi madre me separaba de mis hermanos que correteaban libremente por prados y ríos; y me hacía leer para que me quedara en casa, a su lado, junto al fogón mientras ella planchaba la ropa con la radio encendida.
Me arrullaba y cuidaba porque en el fondo, no me lo decía, pero sé que sabía que podría volver “El Monstruo”.
Casi nunca las noches fueron tórridas ese invierno. Lo comprendería luego: en el campo, las temperaturas nocturnas del verano tropical solían ser apacibles. Y en invierno, agradablemente frescas.
En Cuba, esa jaula que cuelga de un trópico, aunque quema siempre el sol de mediodía, a la llegada de los fríos del norte, algunas noches llegan a tener ese espíritu de frialdad. Y fue en ese vaivén, que me atacó el “monstruo”.
Nuestra casa, era un bohío pulcro y bonito, con piso de losa roja, con recuadros a currican y rodeado de pasto y árboles altos. Teníamos un patio cascajoso, donde jugábamos con canicas, a la quimbumbia o al béisbol.
Como en Cuba, todo se degradó, también se vinieron abajo las casas de los guajiros, y sus costumbres, sus guateques, sus creencias y remedios. Es más, ellos mismos también desaparecieron. Quizás no ha habido mayor debacle en el hemisferio Occidental que el acoso y derribo del campesinado en la isla de Cuba. Israel que es un país altamente tecnológico, tiene amarradas a su calendario casi todas sus celebraciones, al ciclo de la tierra y la naturaleza.
Mas la primera destrucción de Cuba, fue la destrucción de su base agrícola y con ello, la instauración del hambre como herramienta de control y dominio.
Por mi paisaje infantil, rodaban trenes con calderas de vapor, una cabellera de humo por el cielo y un silbido quejumbroso en la distancia, que ya no ruedan. Había bueyes uncidos a un yugo de yaba y barzón de mecate, que ya no labran. Carahatas de transporte que llevaban siempre hasta un ingenio azucarero, que ha sido reducido a escombros.
Un bohío no era más que la casa señorial de los habitantes del campo. Pero mi madre pensaba que había enfermado porque la casa era fría.
Hay en La Edad de Oro, ese libro interminable de Martí, un ensayo que se llama “La historia del hombre contada por sus casas”. Por esos misterios de la evolución humana, los aborígenes cubanos se sumaron a la edificación de casas con techos de paja que se habían inventado en la Edad de piedra entre el norte Anseático de Alemania y el sur de Dinamarca cinco mil años AC.
El nuestro, estaba rodeado de bosques, y por entre las tablas de palma, aún machijembradas, se colaba el frío en las noches de invierno.
La noche de la pesadilla, me desperté atragantado. Tendría muy pocos años: cuatro… seis? No recuerdo. Era total la oscuridad y soplaba el viento afuera. Se escuchaba la danza de los árboles y me desperté bruscamente en medio de un ataque de tos, seca e incontrolable.
Por aquellos días habían asesinado a Emeterio, uno de los Capotes, que vivían un puñado de kilómetros más allá. Simplemente apareció muerto a la vera del camino un amanecer en que había salido a trabajar. Recibió un golpe en la cabeza. Nunca se supo por qué, ni quién, ni se habló más de eso. Los guajiros tienen una relación lacónica con la muerte.
Pero en mi pesadilla, un ser raro me amenazaba y venía sobre mi, y yo lo asociaba al asesino de Emeterio. Lo olvidé tanto que ahora me cuesta redibujar su rostro. No podía correr… y sus manos, como tenazas, se alargaban hasta mi cuello y me atenazaban el güergüero. Cuando me alcé, despierto, pude ahuyentar el asesino, pero mi garganta estaba cerrada. Taponada. Y no podía exhalar ni inhalar durante la eternidad de unos segundos.
Mi madre llegó nerviosa con una chismosa de kerosene encendida, y un jarrito de aluminio con agua. La vi y se me fue relajando la garganta allá en los últimos instantes, hasta que pude respirar. Me aferraba a un hilillo tenue y trastabillante, que es en lo que se había convertido el regalo de la vida. Por la tensión, se me salían las lágrimas. Ella me abrazó y me llevó a su cama.
Como no cejaba la tos, me acompañó de vuelta a la cocina y me sentó en un taburete de los de cuero de chivo. Evitábamos hablar. En esas circunstancias un susurro es un gran ruido. Me dio una cucharada de miel que extrajo de una botella de vidrio y me pidió que le contara en voz muy baja lo que había pasado.
Mientras tanto, iba reviviendo unas brasas del fogón de leña con una tusas enchumbadas en alcohol y unas charamuscas secas. Puso a calentar una plancha de hierro macizo de las de planchar la ropa. En tanto se calentaba, sacó de una funda una gran hoja de tabaco. Una capa de las que utilizaba mi padre para enrollarse su habano; la fue planchando con empeño sobre un pañito seco y me untó una grasa que tenía en un frasco pequeño y ancho.
—Esto es manteca de majá —me dijo y siguió escuchando la historia de la pesadilla del monstruo que me apretaba la garganta.
—Ven para mi cama —me dijo cuando vio que mi tos había mejorado algo. Y me acomodó bocarriba. Me untó cuidadosamente la manteca tibia por el pecho y el cuello… y mientras sus dedos buscaban donde había puesto sus manos el monstruo, iba susurrando: —hum hum/ hum hum/ hum hum/ hum hum../ —con una melodía hipnotizante que parecía un exorcismo. Luego acomodó sobre la manteca, el pañito que aún estaba caliente… y encima del pañito la hoja de tabaco.. .y me dijo un secreto:
—Cuando no puedas respirar, acopla tu respiración a la mía… y verás que se te pasa.
Colocó su almohada debajo de mi espalda y me pidió que durmiera con la cabeza en alto.
La monstruosa pesadilla nos atormentaba bastante. Mi madre le preguntó a Nimia, una vieja curandera que vivía cerca y consiguió varios remedios caseros para cuando recayera: beber cocimiento de cogollos de anón, o de guayaba. Y en la tercera luna nueva, al anochecer, hacerle un corte en la corteza al almácigo y dejarle una ofrenda con un mechoncito de mis cabellos, que mi madre sin temor, cumplió al dedillo.
Con el paso de los días, todo mejoraba. Fuese por la infusión, por el conjuro del pelo en el almácigo gomoso, la manteca de majá o la tenebrosa cucharada de aceite de hígado de bacalao, que también me suministraba. Nada en el mundo sabe peor que el aceite de hígado de bacalao. La peor cosa del mundo, después del monstruo que me apretaba la garganta.
Esa noche, noche de lloviznas y relámpagos, volví a quedarme sin resuello. Ya me había dormido al lado de mi madre y era de madrugada. Y volvió la tos esta vez sin sueños desagradables.
Hay, ante las pesadillas recurrentes el recurso de despertarse y decir: no existes. Pero esta vez me desperté de un salto e intenté toser bien duro… hice un esfuerzo enorme por abrir mis vías respiratorias, pero toda la garganta era un gran nudo. Un lazo de nylon que me rodeaba el cuello durante unos malditos segundos interminables. Mientras mi madre buscaba nerviosa una linterna, sentí un enorme garrotazo en la espalda… La mano de mi padre era una piedra y descargó su fuerza de revés debajo de mis omoplatos. Un hilillo de aire comenzó a entrar en mis pulmones haciendo un pitido lastimoso. Y luego expiré con dolor, en la garganta, entre los omoplatos y en casi todas partes.
Hace unos días, 50 años después ha vuelto el Monstruo. Fue en un momento de trajín en la cocina. Estaba en el trabajo, adiestrando un chico nuevo, y con el calor me había tomado un sorbo de cerveza unos minutos antes.
—¿Que te ha pasado?— me preguntó la doctora.
En España uno se debe cuidar de dos maneras: acudiendo al sistema médico público, que te considera paciente, te aplica protocolos de línea general que más o menos funcionan a pesar de sus peligrosas lagunas. O, pagar un seguro privado, que resulta ser medio barato para quienes tienen mucho y medio caro, para quienes tienen poco, y puedan permitírselo.
Yo soy de este segundo grupo.
—¡Se acabó! —Dijo mi padre poniéndose los pantalones- ¡Ahora mismo me lo llevo pal médico…! Vístelo. Voy a buscar el caballo.
Ahora lo miras, y va un jinete con un niño a las ancas. ¡Ibant obscuri sola sul nocte per umbram…! En la inmensidad de lo oscuro, el lomo del caballo respiraba como un cetáceo manso… y me abrazaba a las espaldas de mi padre, con miedo a toser y asfixiarme.
—Es tos ferina— dijo el doctor al medio minuto de escucharme. Ya había llegado la aurora roja reflejada en los ojos del caballo Lucero, de mi padre.
La Doctora ahora, me preguntó qué me había pasado.
—Una pequeña muerte, —le dije. Y recordé la escena de Papillon en que Dustin Hoffman cuenta las olas para escaparse de una isla. Y yo contando las toses hacia afuera, intentando intercalar una inspiración, una calada de oxígeno ante tanto disparo de tos hacia afuera..- Y allá al final, la epiglotis cerrada. Las luces brillantes en medio de la calle, los transeúntes… la gente que viene y va con su rutina, mientras tú… ya has agotado los últimos segundos… estás cianótico.. tus ojos lagrimean.. y esperas, que llegue pacientemente el final… o algún otro resuello, que siempre llega, para seguir viviendo como quien acaba de empezar de cero.
—¡Es el Monstruo, el maldito monstruo de la Tos Ferina, que ha vuelto…! — le dije-. Ya nos conocemos.