LA HABANA NOCTURNA: «CONTIGO EN LA DISTANCIA»

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Por Jesús Hernández Villapol (Crónicas de Saturno)

West Palm Beach.- Son muchos los que han escrito sobre La Habana nocturna, en especial lo hizo el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), quien, a pesar de vivir más de la mitad de su vida en el exilio, donde murió, nunca dejó de reflejar la vida de una ciudad mágica, que hoy se desmorona.

También la inmortalizaron otros, como Alejo Carpentier, que la bautizó “la ciudad de las columnas” y más recientemente mis contemporáneos, Amir Valle y Leonardo Padura, entre otros, que ofrecieron su versión de ese lugar del que cada cual tiene su historia y su visión. Yo tengo la mía.

La descubrí en la década de 1970, siendo un adolescente, la disfruté en los 80, en que traté de entenderla y amarla, al punto de sufrirla, mientras la vivía décadas después.

Me quedo con esa Habana, en la que me sumergí en sus encantos, de buena música, cines, teatros, bellas mujeres, lugares acogedores y ambientes bohemios; tal vez influenciado por la frase del poeta español, Jorge Manrique, de que “cualquier tiempo pasado, siempre fue mejor”.

Los centros nocturnos del Vedado tenían un ambiente cautivador: La Zorra y el Cuervo, El Gato Tuerto, El Patio, Las Cañitas y El Turquino (Hotel Habana Libre), Scherezada, Club 21, Karachi, La Red, pero para mi gusto, ninguno como El rincón del feeling, en el último piso del Hotel Saint John’s en la calle O, entre 23 y 25.

Sus veladas tenían un encanto especial, con las descargas de Omara Portuondo, José Antonio Méndez, Ángel Díaz y César Portillo de Luz.

Hubo una época en que algunos sábados, era allí nuestra cita, con mi novia y amigos, donde siempre aparecía una mesa, gracias al gentil camarero Henry, que, a medianoche, no podía ocultar su bien cultivada embriaguez.

Conversar con Portillo de la Luz, el autor de la mundialmente conocida canción “Contigo en la distancia”, hermético, con su refresco de cola, abstemio declarado; era sentirse parte de la historia musical cubana. José Antonio, todo lo contrario, ocurrente y extrovertido, veía un amigo en cada admirador que se le cruzaba en la calle o en el colega ocasional en la barra de un bar. Su composición “Novia mía”, es mi favorita.

El Bar del restaurante La Roca, me era muy familiar, su barman, Richard, mi vecino; con su elegancia y maestría para preparar los martinis, mojitos o ron collins, ofrecía un toque distintivo al lugar, donde varias veces escuché la contagiosa risa de Cepero Brito, el popular presentador de televisión, asiduo cliente del lugar.

Recuerdo otros bares, no menos acogedores, como El Azul, del Capri, el del restaurante La Torre o El Elegante, del Riviera, donde el extraordinario pianista Felipe Dulzaides, con su grupo, brindaba un sorbo de exquisitez irrepetible.

Esa Habana de mis recuerdos, tenía una gran cantidad de nightclubs, ubicados, con intencional discreción. Eran los preferidos por enamorados, que más que escuchar música y beber unos tragos, el propósito era saciar una tempestuosa sed de 20 años, colmada de vitalidad e instintos carnales.

Había uno muy peculiar, El Turf, de Calzada y F, sobre todo, porque una vez que traspasabas su umbral, la ausencia de luz era tal, que solo los roces, caricias e íntimos susurros, iluminaban los más deseados laberintos.

Esa Habana nocturna tenía también, entre otros, los cabarets Parisién, del Hotel Nacional; Salón Rojo, del Capri; Caribe, del Habana Libre; Copa Room, del Riviera; algunos con más de un show, cada noche, como el majestuoso Tropicana, célebre a nivel internacional.

Precisamente, al conocido como “Paraíso bajo las estrellas”, accedí en varias ocasiones por la puerta de los músicos, con una flauta en las manos, mientras su dueño, un amigo, instrumentista de la orquesta; lo hacía del brazo de mi novia, para evadir el costoso consumo mínimo.

Era una ciudad con una vida nocturna que se extendía a La Habana Vieja, con el Cabaret Nacional de Prado y San Rafael y sus agradables bares en el Floridita y La Bodeguita del Medio.

Las playas del Este no escapaban a los sitios de esparcimiento, con los cabarets Pino Mar, Atlántico o Guanabo Club y si de bailar se trataba, el conocido como Parqueo de Guanabo, estaba al alcance de los bolsillos más discretos, cada fin de semana, donde se presentaban importantes orquestas.

Nuestra ciudad no era perfecta, había perdido el glamour de la década del 50; transportarse siempre constituyó un problema y hubo momentos en que la celebración entre amigos se resumía con una bebida inventada, por las limitaciones de nuestras economías particulares.

Quizás por la inocencia juvenil, no teníamos una real conciencia de sus injusticias, de que había hombres encarcelados por ideas políticas (realidad que no ha cambiado), escritores marginados por romper con las normas establecidas por la censura gubernamental o que más de 2,000 cubanos habían perdido la vida en guerras que no les pertenecían en Angola, Etiopía o Somalia.

Pero es la Habana que amo, que viví y de la que no dejo de preocuparme por la grave crisis que atraviesa toda la patria. Es la ciudad, por la que, con frecuencia, evoco la bella canción: “Contigo en la distancia”.

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