Por Esteban Fernández Roig Jr.
Miami.- Jamás en el parque ni en ningún lugar me encontré con alguien que me preguntara: “Estebita ¿tú sabes a cuánto está la temperatura hoy?”
Sólo sabía que en el invierno había frío y en el verano hacía calor. Decíamos “Está soplando el mono” o “Ñooo, que calor, se puede freír un huevo en la acera”.
Nunca me quejé de ninguna de las dos cosas. Sabía que si veía unos negros nubarrones en el cielo iba a llover. Si llovía bien y sino, también.
Sabía, científicamente, que podían “caer raíles de punta, lluvias torrenciales, un chin chin, un diluvio, una llovizna, un chubasco, o cuatro gotas locas”.
Y, desde luego, a cada rato escuchaba al capitán de corbeta José Carlos Millás con “un parte meteorológico” anunciando: “Que caerían lluvias diseminadas por todo el territorio nacional”.
Yo decía: “Pero, no ha caído ni una gota en Güines”. Y me respondían: “Oh, dicen que está cayendo un tremendo aguacero en Florida, Camagüey, y otro en Ciego de Avila”… Mientras, el anuncio de un ciclón era un vacilón.
De pronto llovía torrencialmente un domingo en el parque, corríamos a la acera del frente a refugiarnos en El Primo, Bencito, La India, La Esquina de Tejas, escampaba y regresábamos al parque, poníamos páginas de periódicos en el banco y nos sentábamos.
Mi vecina Luisa Díaz pedía: “San Isidro Labrador, quita el agua y pon el sol”. Joaquín, el carnicero cortaba el rabo de nube con un cuchillo, mientras Pototo y Filomeno montados en una guagua entonaban:
¡Ahorita va a llover!
¡el que no tenga paraguas
El água lo va a coger!”