Por Rafael Muñoz ()
Berlín.- La historia fue más o menos así. Corría el año de nuestro señor de MDCXCIII y, al parecer, el Señor se quedó dormido un instante, o se entretuvo leyendo el número romano. A todos nos ha pasado. El caso es que cuando volvió en sí el Señor, de la antigua ciudad medieval de Noto no quedaba ni rastro. El tipo dió un cabezazo, apretó la tecla Delete y allí no dejó piedra sobre piedra, finito, niente, kaputt.
Un terremoto de tres pares borró en un abrir y cerrar de ojos un par de milenios de historia. Como cuando estás hirviendo leche muy atento, tu móvil suena, miras quién es y antes de que te des cuenta la cocina es un desastre.
—¡Coño! —habrá dicho el Señor.

Y ordenó al departamento de marketing de la iglesia echar mano a aquello de que los caminos del señor son insospechados, o algo por el estilo.
Y aquí en Noto, paz y en el cielo gloria.
O quizás sea al revés. Porque hay que ver aquello. Coincidió con que los guajiros de la zona tenían muchos viñedos y mucho, mucho, dinero. Y ya puestos a construirse una ciudad moderna tiraron la casa por la ventana. De tal manera que a la vuelta de unos años aquello daba gusto.
Se hicieron una ciudad con un trazado monumental y calles de líneas rectas llenas de esculturas ecuestres de generales que en su vida no habían visto un caballo, ni sus medallas una guerra, pero ahí están. Cogieron todo aquello, lo dispusieron en un paseo, le pusieron un arco de triunfo en una punta, alinearon catedrales de dos en dos a todo lo largo y cuando salieron por el otro extremo mirando a Roma y Viena aquellos guajiros vanidosos exclamaron: ¡Mejoren eso, a ver si pueden!

No más llegar a Noto solté las maletas y saqué a la tropa a la calle con la excusa del hambre acumulada del viaje y no veas el atracón que nos dimos. Si la ciudad es monumental, sus pastas, sus pescados a la plancha y sus vinos merecen cada uno su monumento. Y el Tiramisú, ¡ay ese Tiramisú que cuando lo tienes en la boca no sabes si tragar o venirte!
Y como es malo irse la cama con la barriga llena, a no ser que sea hora de la siesta, nos fuimos a dar un paseo corto. Camino al restaurante habíamos visto una catedral, una de muchas, y sucedió que llegamos a las ocho menos cuarto, pagamos la entrada (porque en Sicilia hay que pagar para entrar a una iglesia, pero ya dije que lo mío con estos edificios es puramente técnico) y cuando nos disponíamos a tomar fotos, una beata muy mayor, muy menudita y muy siciliana ella apagó la luz y se fue.
—Oye, me hubieras dicho que iban a cerrar antes de cobrar —le dije al de la puerta camino a la salida y este se deshizo en disculpas, me agarró del brazo y no me soltó hasta dejarme delante del altar.

La discusión duró un par de minutos en los que yo habría querido que me tragara la tierra. Pero el guardia me tenía agarrado por el brazo. Cuando el discurso de la vieja ya clasificada como maleficio, yo que recién me empieza a ir bien, balbuceé que vendría mañana, que no era para tanto y el guardia que no, que ¡ni cojones! — esto lo supongo, tampoco lo entendí. La vieja desapareció tras el altar y el sonido de los interruptores me heló la sangre.
Y fue así que ayer, seis de mayo de MMXXIV, año de nuestro señor, por primera vez en sus 331 años la Catedral de Noto volvió a iluminarse en honor a este servidor que no tiene ni caballos, ni guerras en su haber a quien solo le interesaba hacer un par de fotos.
