Por Irán Capote ()
Pinar del Río.- Si los que crecimos en el campo, hubiéramos tenido esta estrategia -la de poner un altavoz dentro del arroz que se estaba secando-, nuestra infancia hubiese pasado sin dejarnos algunos traumitas para el presente.
De todos los trabajos a los que uno se enfrenta en la vega, el de “cuidar arroz” es el más insoportable.
Sobre una manta de polietileno, los adultos esparcían cuanto saco de arroz húmedo recién cosechado tuvieran para que fuese secado por el sol.
A veces era tanto que necesitaba un par de días.
Niños y viejos éramos los ideales para ocupar las plazas de cuidadores de arroz. Te entregaban un rastrillo o un palo de trapear y te ponían en un taburete frente a un océano de arroz al sol.
Y allí estabas hasta el oscurecer, dando vueltas a los granos con el rastrillo y espantando a las insoportables gallinas del patio, a quienes durante esas jornadas tenías como tus peores enemigas.
Tú estabas quieto, obligado, resignado frente a la manta de polietileno mientras veías a lo lejos a los demás muchachos mataperreando. A veces hacías tu trampita. Te escurrías un rato mientras los adultos andaban concentrados en sus labores o mientras dormían la siesta. Y siempre que lo hicieras, te iban a descubrir, pues el bando de gallinas estaba escondido esperando tu movida para ir en estampida, volar y caer en la manta y hacerlo con tal alboroto que los vecinos empezaban a gritar:” ¡Los pollos! ¡Los pollos!”
Y se armaba tal escándalo que por mucho que corrieras para llegar a la manta antes que los adultos, ya estaba todo el barrio para delatarte.
Y ahí venía el castigo o la zurra por haber abandonado tu puesto de guardia.
Era traumático, la verdad.
Pero como todo ha evolucionado, ahora hay hasta quien inventó grabar unos gritos y unos azores para los pollos y reproducirlo en una bocina “Blutú”.
Quien haya sido el inventor, merece todos nuestros respetos por ayudar a los niños que viven en el campo.