Esteban Fernández Roig
Miami.- ¿Era pobre o rico? Jamás me detuve a pensar en eso. En la actualidad, llego a la conclusión de que estaba mucho más cerca de la pobreza que de la riqueza, pero tenía unos padres que se esforzaban evitando por todos los medios que mi hermano y yo notáramos escasez.
No, no tenía la mejor bicicleta del barrio, ni el mejor guante para jugar a la pelota, pero tenía bicicleta y tenía guante.
No tenía un “chifforobe” lleno de trajes, ni de camisas de lujos, ni corbatas de seda, pero tenía mi trajecito de “apéame uno” para ir los domingos al parque y a una fiesta de 15.
Como a mi alrededor no habían peligros inminentes, me crié mataperreando en las calles y en el parquecito Martí. Por lo tanto, “niño bitongo” no era.
Era feliz con un palo viejo de escoba y jugar a la quimbumbia, con las cajetillas de cigarros Partagás para hacer pelotas y divertirme con ellas, y siempre contaba con el río Mayabeque y la Playa del Rosario -“Fango Beach”- para nadar.
Nunca me comí una paella, ni supe lo que era caviar, pero tenía una madre que vivía el día entero pendiente de que comiéramos bien. Todavía no había terminado de desayunar y preguntaba: “¿Qué quieren comer de almuerzo?” Y los domingos disfrutaba de un frita del puesto de Medina al frente del parque.
Dos cines baratos, Campoamor y Ayala; 12 gallinas ponedoras, 17 pájaros en sus jaulas, montones de puestos de vender pan con frituras de bacalao, y las épocas de los papalotes, los yoyos, las canicas o bolas, y los trompos.
Asistí a uno de los mejores colegios del país (el Kate Plumer Bryan Memorial) sin jamás interesarme ni preguntar los milagros que tenía que hacer mi padre para pagar las cuotas.