MOROS Y CRISTIANOS

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Por Renay Chinea
Barcelona.- Ayer fui a cortarme el pelo con el moro de la esquina. En el mercado del cortapelo ha ocurrido una polarización: te encuentras chicas muy majas en peluquerías perfumadas y pulcras que te tusan la lana por unos 20 o 25 pavos… o te vas al moro de la esquina, casi siempre un marroquí que montó un pequeño espacio con lo elemental, y te hace la tonsura al gusto, por ocho euros. Ahora con la inflación ha subido a 9,50.
A mi, mundano, me gustan las dos variantes. Porque de cierta manera, ambas me llevan a mi niñez.
Cuando yo era niño. Es decir, cuando mi cuerpo era niño —que nadie te dice que nunca dejaras de serlo— vivía en un bohío espléndido, con su lindero de bienvestidos, naranjas en el patio, galán de noche y un vivaracho riachuelo. Por allí pasaban, algunos personajes. Me encanta esa frase de Louise Gluck: “Miramos al mundo una sola vez: en la infancia… y lo demás es memoria”.
Había un viejo que llegaba, tras el ladrido inmisericorde de los perros de mi padre bajo el sol reverberante, en un caballo flaco con unas alforjas de yute que me parecían enormes. Recorría los campos vendiendo quincalla y baratijas. Mercancías de aluminio o materiales mejores, que resultaban útiles a las familias campesinas que jamás iban al pueblo.
Era Sixto El Moro. Lo recuerdo viejo… huesudo, sobre un caballo flaco, como la estampa aniquilada de una época en la cual Cuba recibía inmigrantes y que a esa altura de los 70’s, languidecía. Nunca crucé con él una palabra. En mi casa, “los chiquillos hablan cuando las gallinas mean”. Y hasta me pasé varias tardes observando atento a ver cómo meaban las gallinas, sin éxito.
Mi padre me contó que Sixto era moro. De Siria… algo que no pude descifrar donde quedaba.
Cuando íbamos al pueblo, casi siempre porque estaba o estábamos enfermos alguno de los once hermanos, mi madre nos llevaba a la barbería y a hacer otros menesteres para aprovechar el viaje.
En el pueblo había mucha gente. Y sobre todo, tenían comportamientos inexplicables: hablaban mucho, se atropellaban los unos a los otros, y había un ruido ensordecedor, pero ellos no parecían notarlo.
Mientras se pelaba alguno de mis hermanos, yo me iba despacito a las vidrieras de al lado, donde había una librería. No me podía imaginar que hubiese tal cantidad de libros. Estaba toda la obra que devoraría bastante después… Salgari, Julio Verne, Tom Sawyer, Huckleberry finn… y un Diccionario Español-Ruso, que me tenía enamorado… Ud., crie los niños con naturalidad. Ellos solos encontrarán su hobbie, su pasión y su destino. En eso apenas podemos influir: Me parece estar viendo las letras eslavas, en dorado, sobre un fondo azul Prusia de aquel diccionario. Como no me atrevía a entrar, me quedaba lelo mirando los libros en la vidriera de la calle. Y mi madre venía a buscarme y todas las veces que esta historia se repitió, me encontraba allí: mirando en el cristal las letras, al revés, en Ruso…
—Un día te lo voy a comprar— me dijo, y sentí un dolor enorme. Mi madre se la pasaba discutiendo con mi padre porque no tenía 1,60 que costaba un paquete de cigarrillos Populares, y aquel libro era carísimo: creo que costaba como 25 pesos… Así que sentí un gran alivio siempre que vi a mi madre no cumplir nunca su palabra y no comprármelo.
Un día, Elina me llamó y me dijo en imperativo: —Hoy tienes que hacer una entrevista de trabajo a un chico que viene nuevo… Te toca hacerla a ti… Espabila… se llama Omar, y viene a las doce.
Así que fui —de jefe— a hacerle la entrevista a Omar. Cuando lo vi, no me lo podía creer: se apareció, nervioso, tímido, aunque con cierto aire de desenvuelto, un chico marroquí, flaco, moreno… y muy muy niño. Mientras le preparaba una Coca Cola que aceptó a regañadientes, creo que por no contradecir, me crucé con Elina y le pregunté: ¿Por qué me haces esto?. ¿Que le has visto a este niño?
—Ahora te mando un Whatsapp, me dijo… Y efectivamente, pude ver discretamente un pantallazo con la explicación que daba Omar de por qué quería el puesto de trabajo:
“Hola, soy Omar, nunca hice este trabajo ni ningún otro, pero quiero hacer de camarero, para ahorrar y pagarme los estudios y no tener que ganarme la vida como camarero”.
Mohamet se llama mi amigo moro, que fue quien me hizo toda la soldadura de la casa. Una terraza de barandas cuadradas, dos vigas enormes que sobrevuelan el patio, antepechos en las ventanas… todo. Y le digo amigo, porque yo era su ayudante. Mientras poníamos unas rejas en el piso alto, hacía falta clavar y soldar unos pernos en medio de una pared más abajo. La escalera que teníamos no llegaba tan alto… y de arriba para abajo, no nos alcanzaban las manos.
—Tú, agarra pata— me dijo con la máquina de soldar en la derecha. Tú agarra pata… y yo colgo, y suelda… no preocupar.. divirdá. Y allí estaba, sin careta de soldar, sin guantes, colgando hacia abajo, agarrado por una pierna, y soldando tan tranquilamente. Apuntaba a los hierros, tiraba la varilla de tungsteno, y giraba la cara en el último instante: una lluvia de chispas le inundaba su rostro moreno curtido por el sol… Cuando se levantó, que lo pude subir, estaba en medio de una sonrisa:
—No priocupes… Moro haber muchos… si yo mata, hay muchos… -Y me arrancó una carcajada. Hicimos tan buenas migas, que bromeábamos con la idea de fundar una empresa y trabajar juntos en la soldadura.
—¿Y que nombre ponemos?
—Bueno -le dije-, si decimos que somos Moro y Cubano, nadie nos va a contratar. Van a llamar a la Policía… Será mejor, por la pinta y el respeto a las medidas de seguridad, ponerle de nombre: Empresa de Soldadura “Los Alemanes”.
—Eso me gusta… Pinsaran que somos rubios… y cuando nos vean, decir que nos confundimos y somos “Los Animales”… Lo cierto es que la tarde de las barandas en la terraza.. acabe en el hospital con los ojos adoloridos por el arco de soldadura.
—¿Cómo te llamas?
—Omar. Omar Belacci.
—¿De dónde en Marruecos?
—Naci en el Rift, al norte.
—Conoces a Omar Ali?
—Si, claro. El boxeador americano.
—Y a Omar Mufthar?
—Si, claro, es libio, el héroe libio.
—¿Y a Omar Khayyan?
—¿Es el poeta persa, no?
Y de allí pasamos a la historia de los Omeyas, la influencia árabe en Al Andalus y en el Magreb.
—A ver, Omar. ¿Cuán musulmán eres? ¿Eres capaz de servir vino? ¿De servir jamón?
—Claro, jefe. Haré lo que haga falta en mi trabajo… pero nunca comeré cerdo, no beberé alcohol…
—Bueno, Omar, ha sido una grata conversación. Ya tengo tu número. Déjame analizarlo todo y te llamo… – Al despedirle, lo noté un poco nervioso… Le di toda la cantidad de esperanza posible y quedé en llamarlo pronto.
—¿Y bueno?—me preguntó Elina.
—Mira, me parece un chico fantástico. Inteligente, culto, respetuoso, muy niño… pero nunca ha hecho este trabajo.
—Eso es lo que necesito: llámalo, y que venga mañana.
Al ayudar al soldador a llevar las herramientas hasta su furgoneta destartalada, vimos a la Policía discutiendo con alguien en la esquina de la casa. Una señora había llamado porque un intruso se había colado a vivir —de usurpador— en sus predios.
Mientras colocaba la planta en la furgoneta de Mohamet, pude escuchar lo que le decía el Oficial a la Propietaria:
—Lo siento, no podemos sacarlo, porque lleva más de 24 horas, y ha arreglado y limpiado la casa… Pondremos un proceso de alejamiento, pero tardará al menos un año… y la Propietaria se quedaba perpleja maldiciendo a todos los moros.
—Mira mira… —me dice el Moha— eso muy malo para nosotros: ahora moro malo moro malo… todo moro malo… imagina que es cubano… todo cubano malo… ¡Ahh! -Se lamentaba…
Antes del moro barbero, estaba su hermano. Se llamaba Driss. Era callado, regordete y eficiente. Hay, en la tradición musulmana el oficio consolidado del barbero moro. En Estambul, son de una eficiencia envidiable. Cortan cabello, arreglan cejas, cortan pelos de la nariz y las orejas, arrancan, afeitan, encuadran. Una barbería en Estambul es una experiencia.
Driss, no llegaba a tanto, pero manejaba las tijeras con la misma soltura de las tijeras de mi infancia, junto a la librería del Diccionario Ruso. Tenía, para desinfectar, unas botellas —que habían sido de agua— con lejía concentrada donde hundía las navajas y las cuchillas. Una tarde, le entró sed, y se empinó por error una de aquellas botellas. Cuando frenó, era demasiado tarde: murió en el hospital horas después.
La barbería de Driss está casi al doblar de casa. Así que por comodidad fue el primer barbero que tuvieron Pipo y Lucas. Cuando su hermano ocupó su puesto a los pocos días, llevé a los niños a hacerse un recorte y de paso le enseñé al nuevo fígaro, los últimos vídeos que guardaba de su hermano fallecido. Me pidió que se las pasara, pues eran las últimas de Driss con vida. A Lucas, le afectó más que a Pipo la muerte de Driss pues quizá haya sido su primera muerte.
Omar trabajó con nosotros un buen puñado de años. Se hizo imprescindible. Se aprendió de memoria que el Tempranillo tenia taninos y que el Ribera del Duero era más afrutado sin el más minimo empirismo de alguna vez probarlos.
Hace unos días, me entretuve con Pipo haciendo preguntas por Google. Y entre las cosas que averiguamos, la más impactante para él, fue descubrir que el apellido Chinea, es de origen Beréber. De unos Amazig que se asentaron en La Gomera, Canarias, en la Gran Migración hacia el Poniente de ese pueblo seminómada.
—Al final también somos moros, Papá!—me dijo Pipo riendo.
Mientras me cortaba el pelo, el hermano de Driss me comentó que era de Nador… que es de mayoría Bereber, habla Amazig y que su cultura es anterior a la invasión de Mahoma.
—La gente piensa que todos moros iguales… pero nosotros Beréber… nosotros emigrar a todos lados…! -Decía y hacía sonar los tijeretazos.
—¿Tú comprender? —Claro que te entiendo, Abdelatif… claro, claro… y me quedaba mirando como caían los destellos de pelos por delante de mis ojos, en cascada.
Finalmente, Omar se hizo Doctor en Medicina, y ahora pasa alguna vez como cliente. Encontró una chica musulmana —como Dios manda— en Marruecos, y está por casarse. Ha prometido invitarnos a la boda.

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