QUE EL SUICIDIO NO SEA MODA

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Eduardo González Rodríguez
(Historia real)
Santa Clara.- En el año 2015, mi esposa estaba embarazada y vivíamos en Remedios. Yo viajaba todos los días a Santa Clara para trabajar y regresaba pasadas las ocho de la noche en cualquiera de las guaguas para trabajadores que iban para Cayo Santa María. Fue para mí una temporada difícil y desgastante, pero la ayuda de mis compañeros de Cuatro Caminos Producciones (el mejor proyecto en el que he trabajado en toda mi vida) y la espera de mi segundo hijo, hizo que no perdiera el sentido del humor ni la capacidad de observación.
Recuerdo que cuando llegaba al entronque de Circunvalación y Carretera de Camajuaní a esperar el transporte, iba hasta una casa, a la que había que subir por una escalera de concreto, donde una mujer de unos 60 años, vendía cigarros, café, refresco, barras de maní, galletas…
A la derecha de la puerta de la casa -que tenía en medio una tabla de quita y pon a modo de mostrador- había un banco de madera donde siempre estaba sentado el padre de la mujer. Era un señor de 92 años al que yo saludaba todos los días. «¿Cómo está la cosa, mi viejo?», le preguntaba, pero él no hablaba mucho. La mayoría de las veces sonreía con desgano, sin mirarme. Alguna vez balbuceó «esperando que vengan a buscarme». No había que ser muy ilustrado para saber que hablaba de la muerte. Y no era para menos.
La hija le hablaba gritando y con desprecio delante de los clientes. La escuché una vez, mientras me servía café, conversando con su hermana que vivía en Estados Unidos sobre el asco y cansancio que le provocaba limpiar la mierda y el orine del viejo que, según ella, seguía vivo nada más que para llevarle la contraria. Eso, insisto, delante de cualquiera mientras su papá la escuchaba mirando al suelo y en silencio. Me daba una tristeza del carajo. Al punto que me prometía a mí mismo no subir más a su casa. Pero, al final, siempre terminaba flaqueando por un café o una caja de cigarros.
Luego la mujer mantuvo el negocio cerrado casi una semana. Cuando abrió otra vez y subí a comprar lo de siempre, noté enseguida la ausencia del viejo. «¡Ay, hijo, mi papá se suicidó!», me dijo cuando pregunté por él. «Se ahorcó en la cocina. Amarró un cable a la llave del fregadero y se dejó caer. Cuando lo encontramos, estaba de rodillas».
Todo esto lo dijo rogándole a Dios que le mandara una lágrima para que hiciera juego con la falsa tristeza de su rostro. Pero Dios no le concedió el deseo, así que siguió hablando y apretándose la cara con las mejillas más secas que el desierto de Atacama. «Nadie puede explicarse por qué hizo algo así, nadie…» me dijo y estuve a punto de explicarle que yo sí lo sabía, que podía darle una conferencia de cómo las palabras son la soga invisible en el cuello del ahorcado, pero fui cobarde y me quedé en silencio. Ya el viejo estaba en paz y ella iba camino de convertirse en mierda y orine, como todos. Ojalá que al final alguien le tenga conmiseración y piedad. Esa es la única cura contra el asco.

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