EL DIRIGENTE, EL OBRERO Y EL SENTIDO DEL SACRIFICIO

SUGERENCIAS DEL REDACTOR JEFEEL DIRIGENTE, EL OBRERO Y EL SENTIDO DEL SACRIFICIO

Por Anette Espinosa
La Habana.- Los que dirigen en Cuba saben muy bien lo que hacen, lo que dicen y lo que quieren que el pueblo haga o diga. De eso no tengo dudas.
Cuando ellos hablan de sacrificios, no se refieren a los propios, porque no hay sacrificios en su vida. Nadie que despierte en una cama mullida, a 16 grados de temperatura, que desayune huevos en todas su variantes, con bacon, leche con chocolate, o yogurt, más algunas tostadas con mantequilla importada, además de algunas verduras y frutas, amanece de mal humor o con sensación de sacrificio.
Eso del desayuno sacrificado es para otros. Los que dirigen no marcan tarjetas, y no tienen que ir a pie al trabajo o salir hacia una calle o carretera a esperar un hipotético transporte que nadie sabe cuándo pasará. Incluso, no sabe si pasará o no.
Los que gobiernan tienen transporte garantizado. Uno de sus choferes está desde temprano en casa y aguarda fuera porque él salga, y le diga qué es lo que hay en la agenda del día. Y detrás -y también delante- salen otros autos para protegerlo, para que no tenga problemas con nadie.
Si tomó rumbo a la oficina, lo esperan con un café. Con un buen café, no de esos que los obreros, los jubilados, o el pueblo en general no tienen posibilidad de comprar. Y luego reciben visitas, personalidades, ministros, amantes, o mujeres y hombres con los que quieren coquetear, porque desde que se instalaron en la cúpula se creen más guapos -o guapas- que nadie y creen que también merecen algunas relaciones paralelas.
Las secretarias y ayudantes les cuidan las espaldas, y si lo interrumpen es solo para preguntar qué desea almorzar, porque el chef trabaja en eso y no quiere hacer nada que no le vaya a caer bien. El dirigente -o la dirigente- está lleno. No tiene hambre, pero la posibilidad de comer lo apasiona. Es un comilón desde siempre y aprovecha. Le dice que quiere unas lonjas de carne de res al jugo, con salsa vietnamita, no muy picante, y un tomate maduro. Y un flan de postre. Nada más. Pero le advierte que cocine para dos.
Revisa documentos, firma algunos, hace llamadas, recibe otras, atiende a algunos que llegan a su oficina… y lo llaman para almorzar. La bandeja, grande, tiene cuatro platos encima, con todo lo que pidió y una copa con vino tinto, importado de Argentina. No tiene deseos de comer, pero se lo come todo, se toma el vino. Y luego el postre. Incluso, le dice a una de las secretarias que le diga a los del pantry que le traigan otro pedacito de flan, porque está exquisito.
El obrero, el ciudadano común, sin desayunar, apenas llega tarde al trabajo, luego de una hora en una parada y otra en un desvencijado ómnibus, cuya capacidad estuvo triplicada. Lo apretaron por un lado, por otro, y hubo un momento en el que no sabía dónde iba a meter la billetera, porque en todas partes pensó que se la iban a robar. Cuando llegó al trabajo, el jefe lo miró de mala gana y le dijo que hiciera lo posible por no llegar tarde nunca más. Pero no le hizo mucho caso, porque tenía malestar de estómago y siguió directamente al baño. Mientras, pensó que pudo ser el vaso de agua al tiempo que se tomó al salir, lo único que había caído en su estómago en las últimas 14 horas.
Después de la segunda ración de flan. El dirigente le pide a la secretaria que nadie lo interrumpa en una hora, que va a dormir una siesta, porque la noche anterior apenas durmió. Se recostó en una cama blanquísima en el cuarto aledaño y al momento roncaba sin preocupación alguna. Despertó solo una hora y media después y le reprochó a un ayudante por no haberlo llamado. Pidió información sobre la reunión siguiente y reclamó un café bien cargado, amargo, para espantar el sueño.
Pasó a una oficina donde lo esperaban todos los ministros, algunos con cara de sueño también. Pidió cuenta, dijo algunas cosas, hizo algunas orientaciones, llamó a otros lugares, se reunió en silencio con una mujer a la que prometió recibir de nuevo en la noche, antes de irse, y regresó a la oficina. El pantrista entró al instante con un yogurt blanco, sin azúcar, porque no quiere engordar y unas naranjas importadas, ya peladas, colocadas las cinco sobre un plato blanco. Estaba lleno, pero se comió las naranjas y se tomó el yogurt. Y luego un café con unas galleticas de chocolate sobre las cuales brillaban unos punticos de azúcar.
Se puso a preparar el discurso del próximo acto. Ya tenía dos páginas terminadas y revisadas por su jefa de prensa. A él le gustaba siempre escribir sus discursos porque eso de leer no se le daba muy bien y así se equivocaba menos. Terminó la tercera página y se enfocó en los sacrificios. Cuando miró a la pared, al antiguo y hermoso reloj que colgaba frente a él, a la izquierda de un cuadro del gran líder con el dedo levantado, se dio cuenta de que eran las cinco. Llamó a una de las secretarias y les dijo que se fueran todas, menos una, que recibiría a alguien en una hora, y que luego se iría a casa.
El obrero apenas pudo trabajar en toda la tarde. No hubo corriente, y no pudo ni calentar el arroz blanco y los dos plátanos hervidos que llevó para almorzar. Tampoco había agua y el pomo que llevó se lo había tomado desde temprano. Cuando a las cinco dijeron que era hora de irse, hacía rato que tenía la mochila en la espalda para largarse. Ese día regresaba en bicicleta, porque el mecánico le había dicho que pasara a recogerla, que ya estaba arreglada. Fue, pagó, montó en ella y llegó a casa casi desmayado. La esposa peleaba en la cocina y allá fue a ayudarla y a tomarse un poquito de café, con un 90 por ciento de chícharos que le tenía guardado.
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El dirigente -o la dirigente- recibió a un visitante. Estuvieron juntos hasta las siete y media, y luego avisó a los encargados de su protección que se iba a casa. Los mismos autos, negros, lustrosos, de gama alta, lo estaban esperando y lo llevaron a casa. En 15 minutos estuvo en su mansión, donde lo esperaba uno de los domésticos con un wisky, rebajado con dos cubitos de hielo. Tomó un trago largo, que saboreó. Puso el vaso sobre un mostrador de mármol en una esquina, pasó una habitación y salió unos instantes después en bata de baño y short y se encaminó a la piscina. Antes hizo unas barras en un gimnasio a la orilla de la alberca y luego se lanzó al agua.
Se sumergió una y otra vez. Nadó de un lado a otro e hizo una especie de mohín cuando vio aparecer a su esposa con cara de sueño, luego de haber dormido toda la tarde. Con un dedo le sugirió que le dijera al doméstico que le trajera más wisky, en tanto le pidió a uno de los escoltas que buscara en el televisor que estaba al lado de la piscina el partido de Grandes Ligas que iban a poner en la tarde, para verlo un poco. El guardia le dijo que también jugaba Villa Clara, pero él hizo un gesto con la mano como diciendo que había visto muchas veces a Villa Clara como para castigarse de nuevo.
Abrazó a la esposa cuando llegó a la piscina y la ayudó a bajar. Solo le dijo que había tenido un día intenso y que estuvo todo el tiempo trabajando en el discurso del acto de la próxima semana sobre la importancia del sacrificio, porque solo con sacrificio podemos tener recompensas. La mujer le pasó la mano por la cara y se alejó dando rústicas brazadas a la otra parte de la piscina.
En su casa el obrero intenta encender un reverbero porque no hay corriente para hacerle la comida a los niños. La vecina le dice que al día siguiente habrá pan, y le pasa una esquela donde le recuerda que el martes siguiente está citado en la planta baja para ir a un acto con el dirigente, donde se hablará seguro de los sacrificios que hacen para que los cubanos podamos vivir bien. ´¡Un día!

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