CUANDO PERDÍ LA VIRGINIDAD

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Por Esteban Fernández Roig

Miami.- Era una época en que me demoraba dos horas encerrado en el baño. Mi madre estaba alarmada. De pronto me comenzó un leve acné juvenil. Y mi padre encontró -o copió- una brillante idea (los sicólogos y quizás ustedes pensarán que fue “una descabellada idea”) para darle solución a mi problema.

El viejo se sonrió, y me dijo: “Estebita, eso nos ha pasado a todos, a esa edad a los muchachos se les llenan las caras de espinillas, pero no te preocupes, yo tengo el remedio para ese asunto”. Le dijo a mami: “Mañana voy a llevar al niño a una santera en la Capital”.

Recuerdo que le pregunté: “Papá ¿en el pueblo no hay ningún doctor que me pueda resolver esto, en lugar de ir a una especialista en La Habana?”

Al otro día cogimos la Ruta 33, ya en La Habana tomamos otra guagua que nos llevó a un apartado barrio, caminamos dos o tres cuadras, como a las dos de la tarde estaba mi padre tocando a la puerta de una humilde casita.

La puerta la abrió una dama de unos 40 y pico de años. Era bella y tenía los ojos verdes. Estaba en bata de casa roja de seda, salió al portal y le dio un abrazo a mi papá, y le dijo: “Esteban ¿cómo estás, y este pollo quién es?” Debido a mi complejo con los granos imaginé que se estaba burlando de mí.

Mi padre le contestó: “Este es mi hijo Esteban de Jesús, tiene un leve problema de acné, te lo traigo PARA QUE TE OCUPES DE ÉL y me lo cures”.

Ella se rió y dijo: “Muy bien, déjalo conmigo y regresa como a las seis de la tarde”. Yo estaba asustado y apenado, pensé que era una bruja o una babalawo, pero al mismo tiempo nunca había imaginado que las curanderas eran tan lindas.

No, no era santera, me trató muy bien, con afecto, con dulzura y con extrema paciencia. Mi padre me recogió dos horas más tarde, Isabel me sonrió de una forma en que me pareció estaba compartiendo “un secreto de amor” conmigo.

No volví al otro día, pero convencí a mi padre para que me explicara exactamente como llegar a la casa de Isabel solo. Y así lo hice, estuve más de dos meses visitándola.

Pero… como todo en la vida tiene un final, una tarde estaba Esteban Fernández Roig en su posición acostumbrada sentado en el sillón del portal de la casa del Residencial Mayabeque. Sorpresivamente comencé a pedirle un disparatado permiso: “Viejo, tengo que hablar contigo, estoy enamorado de Isabelita y quiero casarme con ella”. Mi papá tiró el librito, soltó el tabaco y lanzó una carcajada.

Molesto le dije: “¿A qué viene esa risa, qué tiene de cómico que yo me quiera casar con la mujer de mí vida?”

Parece que me cogió lástima y me dijo: “No, chico, lo que sucede es que Isabelita es como 30 años más vieja que tú y vive muy lejos”.

Dudó mucho en responderme adecuadamente y tuve que volver a decirle “tu’taloco” dos veces más hasta que se decidió a decirme la verdad a pesar del dolor que le causaba el saber que me iba a herir.

“¿Te convenzo de tu error si te digo que ISABEL ES UNA PROSTITUTA Y YO LE PAGO PARA QUE SE ACUESTE CONTIGO?»

Fue como si me hubiera caído un rayo en la cabeza. Como siempre, cuando iba a ponerme bravo con mi padre este me hizo reír diciéndome: “Bueno, por lo menos te curamos el acné”…

No fui más a verla -hasta varios días antes de salir de Cuba llegué a despedirme- ella tenía lágrimas en sus ojos verdes. Yo le juré «amor eterno».

Hoy, al tratar de recordarla, solo visualizo sus llorosos ojos verdes.

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