Por Jorge Fernández Era ()
La Habana.- Hace cuarenta y siete años a mi madre, por sus méritos como asesora nacional de Español del Ministerio de Educación, le otorgaron un Fiat 125. En él nos llevó con frecuencia a mí y a mi hermano a las playas del este, pero hubo un lugar del que quedamos prendados: Escaleras de Jaruco, no solo por su entorno natural. En él había, no sé si sobrevivió, un restaurante criollo donde se comía muy bien a cinco pesos por persona. Para llegar allí hay que transitar por la carretera que va de San José de las Lajas a Tapaste, la misma que tuve que seguir en el 2018 para ir a ver a mi hijo mientras pasaba la previa de su Servicio Militar.
Atravesé otra vez esos lares el pasado sábado 30, pero en circunstancias nada reconfortantes. Fui a visitar a Eduardito a la prisión donde, por coacciones de la Seguridad del Estado y connivencia de los órganos del Minint que se le suplantan, fue trasladado una semana antes. Los oficiales de la Dirección de Establecimientos Penales que me atendieron el martes 26 me habían confirmado que el nuevo campamento está más allá de Bainoa y es conocido por Ho Chi Minh. Llegar hasta allí se las trae, aun teniendo quien te lleve. Son casi sesenta kilómetros en tiempos incombustibles.
Es notorio el desprecio que se detenta no solo hacia los reclusos, también hacia sus familiares: a alrededor de veinte personas, la mayoría mujeres (una de ellas embarazada), y hasta un niño, nos tuvieron parados en las afueras del centro por espacio de cuarenta minutos sin que nadie ofreciera explicación alguna ni se apiadara de los allí presentes para hacerlos esperar en condiciones menos incómodas. En mi caso, arribé al lugar a las 9:03 de la mañana y solo pude ver a mi hijo a las 10:40.
Los cuentos son de espanto. En un paraje de puro campo, con tierras de las más productivas de la nación, una empresa agropecuaria del Minint y finca de autoconsumo atendida por los propios «internos», a estos se les oferta, como «almuerzo» y «comida», arroz, agua de chícharos, cero vegetales y un «plato fuerte» consistente en una «masa cárnica» casi líquida o un apestoso pez raya. De desayuno, una papa hervida y con cáscara, de las que se cosechan en los predios del establecimiento penitenciario.
En la semana que lleva allí, Eduardito no ha sido sacado ni una vez de su albergue a tomar el sol. Sus únicos traslados han sido para desayunar, almorzar y comer, o a cumplir con la visita en salones de un tercer piso a los que la mayoría tuvimos que trasladar sillas, y donde por mesas solo existen unos pocos y destartalados armatostes de madera.
Debo estar contento de que a mi hijo lo cuiden de mí en un lugar tan bonito, de donde solo me podrá llamar por teléfono los martes si no hay apagón. Una vez más le hacen pagar por los «desmanes» del padre. No son sus indisciplinas las que lo han llevado a un régimen más severo desde que lo alejaran de su trabajo en diciembre en el campamento Toledo 2, sino la impotencia de un grupo de cobardes que dicen defender «su» Revolución, esa que «nos lo dio todo» y hoy me da con todo y donde más me duele.
Tal inmundicia de ética y de principios tiene como segundo objetivo, claro está, que Eduardito pierda los estribos y les dé un pretexto para que lo envíen a un punto más alto e inaccesible de la «cordillera». En tres años de reclusión lo han amenazado varias veces con ello. No han sido pocos los chantajes y interrogatorios para conminarlo a hacerme cambiar so pena de pagar por mi culpa.
En esta visita se hizo más fuerte mi convicción de que el sistema penal cubano está diseñado para crear enemigos, que la «reeducación» es una mentira que ya nadie traga. Sin embargo, nada de lo aquí narrado supera el desconcierto que experimenté cuando descubrí en qué consiste el susodicho campamento adonde ha ido a parar mi hijo. Me intrigó desde días antes lo de designar una cárcel con el nombre del héroe vietnamita. Y es que se conoce como «Ho Chi Minh» por utilizar la edificación donde en los años setenta estuvo una Escuela Secundaria Básica en el Campo por donde pasaron cientos de niños entre 12 y 15 años desde la década de los setenta y hasta que murió el sueño del sistema educativo estudio-trabajo, ese que formó al «hombre nuevo» cubano.
La terrible paradoja de que un terremoto social devenido «socialista» convirtiera los cuarteles en centros educacionales y hoy trastoque en cárcel una «nueva escuela» no solo debe indignarme a mí, que como van las cosas pudiera ser huésped de semejante engendro. Es además una grandísima afrenta a los que, como Fidel y mi madre, promovieron un «vuelco educativo» que viraría esta tierra de una vez.
Será una de las tantas «secuelas en el campo» que legaremos al futuro.
(Foto tomada del perfil de Facebook «Crecidos en la ESBEC Ho-Chi-Minh»).