Por Esteban Fernández Roig
Miami.- Sí, yo creo que fui un muchacho muy inteligente, y mi inteligencia radicaba en notar que no era inteligente.
El verdadero bruto es bruto desde niño y vive el resto de toda su vida sin darse cuenta de que es bruto.
Pero, yo notaba cada deficiencia mental mía constantemente.
Recuerdo que en innumerables ocasiones -y todavía lo hago- me recriminaba y me decía: “Contra, Estebita, que bruto eres”. Y eso denota inteligencia.
Recuerdo que viviendo en el Edificio Partagás brinqué la calle y le dije a una inteligente vecina llamada Elena Pérez Ramos que daba clases particulares: “Quisiera que usted me ayudara a entender los Teoremas porque yo soy un tolete al respecto”.
A duras penas me di cuenta que era bastante bueno en historia y gramática, pero brillantemente comprendí que era un alcornoque en física y química.
Desde que tenía 12 años me di cuenta de que jamás llegaría a saber ni utilizar en mi vida la raíz cuadrada de la hipotenusa.
Mi gran amigo Mario Byrne, que era un erudito, se creía erróneamente ser un “handyman”, mientras tanto, yo desde niñito tuve la mente clara en que no servía para carpintero, ni mecánico, ni electricista, ni ningún oficio.
A mi padre le encantaba presumir de mi inteligencia, cuando lo cierto era que el genio fue siempre mi vecino José Raúl Montes, quien a los 11 años ya sabía calcular los quebrados, y yo poco a poco pude discernir que dos más dos son cuatro.
Ah, pero mi brillantez radicaba en hacer creer firmemente a mi padre que yo era inteligente.
El típico estúpido comenta de todo, mete la cuchareta en los más disímiles temas, es alardoso y manantial inagotable de ideas erradas y absurdas, mientras yo puedo darme cuenta de mis ignorancias y escribo y hablo sólo de lo que sé.
Fijense si yo soy inteligente que al terminar de leer esta disertación usted quedara convencido de que yo soy un bruto con mucho cacumen.