Tomado de MUY Interesante
Margaret Thatcher, conocida también como la Dama de Hierro, fue la primera ministra británica con el mandato más largo del reinado de Isabel II. Sus políticas conservadoras provocaron, con el paso de los años, una fuerte crisis económica
Madrid.- El Imperio británico salió renqueante de las conferencias de Yalta y Potsdam en 1945 y estuvo desangrándose las dos décadas siguientes. La debilidad de las grandes naciones europeas, las promesas realizadas durante la guerra —Japón invadió gran parte de las colonias europeas— y la oposición al colonialismo de las dos nuevas (y únicas) grandes potencias mundiales, Estados Unidos y la URSS, fueron las causas fundamentales de la quiebra del sistema colonial tal y como entonces se conocía.
Un colapso de tal magnitud, tras cuatrocientos años de historia, causó unas enormes heridas en la sociedad británica, las cuales se vieron agravadas tras la Crisis de Suez a mediados de los años cincuenta. Debido a las presiones británicas, los norteamericanos se retiraron de la construcción de la presa de Asuán, lo que provocó que el presidente egipcio, Nasser, nacionalizara el Canal de Suez. Tras este episodio, Israel, Francia e Inglaterra se confabularon para atacar a Egipto y derrocar a Nasser, aunque cometieron un gravísimo error: no contar con los norteamericanos. El 29 de octubre de 1956, Israel invadió el Sinaí, y dos días después, tras un ultimátum, británicos y franceses destruyeron la aviación egipcia.
En los primeros días de noviembre, las tropas anglofrancesas aseguraron una fácil victoria, e Israel terminó con la resistencia egipcia en el Sinaí, pero el día 6 de dicho mes los invasores se vieron obligados a aceptar el alto el fuego propuesto por la ONU tras las presiones norteamericanas y soviéticas. El Reino Unido —igual que Francia—, aun con el apoyo de la ciudadanía a la invasión, ya no era una potencia de primer orden y debía aceptar los designios de Estados Unidos en cuanto a movimientos geopolíticos.

Canal de Suez. Foto: WIkimedia Commons.
El poderío económico inglés también se redujo considerablemente, en parte debido a las pérdidas coloniales. Tras la Segunda Guerra Mundial, con una situación de dominio —en 1950, Gran Bretaña exportaba el 25,5 % de los productos manufacturados del mundo— y con sus principales rivales —Alemania y Japón— destruidos, habría sido de esperar que liderara la modernización económica y mantuviera su posición de privilegio, pero no fue así. En 1960, Alemania exportaba el 20 % de los productos manufacturados del mundo; Japón, el 11,7 %; y Gran Bretaña había reducido sus exportaciones en más de la mitad, hasta quedarse en el 10,8 %.
Esta complicada situación, generada tanto por la pérdida de las colonias como a causa de la pujanza de sus competidores, se agravó cuando el mundo se sumergió de nuevo en una crisis en 1973, tras el acuerdo de la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) para la subida de precios del crudo.
De la EFTA a Irlanda del Norte
Reino Unido también perdió el paso en cuanto a la política económica. En 1959, en lugar de integrarse en la CEE (Comunidad Económica Europea), puso en marcha la EFTA (Asociación Europea de Libre Comercio), una organización que pretendía rivalizar con la primera y a la que, inicialmente, se sumaron Noruega, Suecia, Dinamarca, Austria, Suiza y Portugal. La EFTA contaba en su origen con menos de la mitad de habitantes que la CEE y los réditos que obtuvo fueron tan pequeños que solicitó hasta en tres ocasiones —1960, 1963 y 1967— su entrada en la Comunidad Europea, que fue vetada por De Gaulle al entender que tras Gran Bretaña se encontraba Estados Unidos. Finalmente, el Reino Unido entró en la CEE en 1973 junto a Dinamarca e Irlanda, tras la llegada de Georges Pompidou al poder en Francia, aunque nunca pareció formar parte enteramente del proyecto.
No formar parte del proyecto inicial resultó fatal. No estuvieron en el momento en el que se negociaron asuntos que afectaban gravemente a los británicos, como la política agraria europea, que fue concebida en función de los intereses franceses y no pudo ser modificada por los recién llegados. Este tipo de desencuentros económicos, junto con la reticencia a ceder parte de la soberanía y la asimetría económica —en 1978 Gran Bretaña aportaba el 20 %, pero en 1980 solo recibía el 8,7 %—, se convirtieron en argumentos que alimentaron la eurofobia desde casi el principio.
Por si todo esto no fuera suficiente, desde finales de los años sesenta la situación interna había degenerado en un panorama de creciente conflictividad, especialmente en Irlanda del Norte. A comienzos de 1969, la situación estalló en Derry, o Londonderry. En los setenta, lejos de solucionarse el conflicto, empeoró cuando el ejército británico asesinó a trece católicos en una manifestación durante el famoso Domingo Sangriento, el 30 de enero de 1972. Asimismo, entre 1971 y 1978, 300.000 viviendas católicas fueron registradas en busca de armas y se detuvo sin juicio (hasta 1975) a más de dos mil personas. De ahí que el intento de desarticulación de los comandos del IRA solo supusiera en la realidad la consolidación de su arraigo entre la población católica.

Una mujer reza el rosario frente a una prisión dublinesa donde hay encarcelados miembros del Sinn Féin en huelga de hambre. Foto: Getty.
El Reino Unido, inmerso en esta compleja crisis política, económica y social y buscando un camino que le permitiera recuperar la autoestima y el poderío que los nuevos tiempos le habían arrebatado, abandonó el consenso que, en los años cincuenta, se había encarnado en «Mister Butskell»: el semanario The Economist mezcló en 1954 en este juego de palabras el apellido del líder conservador (Butler) con el del líder laborista (Gaitskell) por su casi permanente acuerdo. Pero, 25 años después, los británicos pasaron de ese consenso en cuanto a economía mixta, estado del bienestar, negociación sindical y política exterior a la «era de hierro» de Margaret Thatcher.
La cuentas de Margaret
Criada en Lincolnshire en la planta de arriba de una tienda de ultramarinos regentada por su padre, predicador metodista, Margaret Thatcher (1925-2013) gobernó siempre para los más ricos. Como ejemplo, una de las primeras medidas que adoptó fue rebajar los impuestos directos, aquellos que afectan principalmente a los más adinerados, y subir —del 8 al 15 %— los indirectos, que recaen sobre las personas con menos capacidad adquisitiva. Su política provocó a la larga la mayor crisis económica en medio siglo: aumento del desempleo, contracción de la producción y desindustrialización. En 1983, el número de desempleados pasó, desde 1979, de 1,3 a 3,3 millones y la manufactura industrial se redujo casi un 25 %, mientras Estados Unidos la aumentó un 35 % y Japón un 58 % más.
Sin embargo, no solo no se produjo el apocalipsis, sino que la Dama de Hierro —sobrenombre que le puso el periodista ruso Yuri Gavrílov en 1976, en el diario militar Krásnaya Zvezdá, por su anticomunismo— fue reelegida en 1983 con holgura, y de nuevo en 1987. Para ello, contó con las consecuencias iniciales de su política económica —la demolición del Estado— y también con un golpe de suerte: el hallazgo de pozos petrolíferos en el mar del Norte en 1969 comenzó a suponer grandes ingresos desde 1975, y en 1985 ya aportaba 90.000 millones de libras anuales.

El hallazgo de pozos petrolíferos en el Mar del Norte en 1969 supuso la entrada de grandes ingresos. En la imagen, la plataforma petrolera Brent Bravo. Foto: Getty.
La demolición del Estado a corto plazo supuso un éxito económico incontestable. La Dama de Hierro concebía un Estado reducido y limitado al máximo —impuestos, gasto público y subsidios muy bajos y escaso aparato estatal— que permitiera al libre mercado regular por sí mismo la economía. Además, detestaba a los moderados y el consenso que estos proponían: los calificaba, literalmente, de «bobos». Y es que Thatcher no fue, precisamente, un modelo de corrección política; llegó a aseverar que «el hombre que no quiere trabajar no tiene derecho a comer».
Las privatizaciones se convirtieron en el mayor éxito internacional de Thatcher. Las ventajas económicas de esta política fueron inmediatas, ya que permitían reducir el gasto estatal y generaban ingresos considerables. Además, también provocaron una ventaja política inesperada debido a que millones de pequeños accionistas se convirtieron en propietarios de las nuevas empresas privadas, las cuales se vendían por debajo de su precio y generaban grandes beneficios instantáneos. Fueron los «pelotazos», como luego se llamarían en España: British Telecom subió en bolsa un 91 % solo en la primera semana.
Por otro lado, la venta de vivienda pública por debajo de su valor supuso el 20 % del total en 1990. Esta política provocó que en 1987 más de la mitad de los trabajadores —el 57 %— poseyeran una vivienda en propiedad y que casi todos estos nuevos propietarios votaran al Partido Conservador —nada menos que el 44 % de los trabajadores—. Sin embargo, también generó que 700.000 personas dejaran de beneficiarse de ayudas en materia de vivienda.

Margaret Thatcher —la primera ministra con el mandato más largo del reinado de Isabel II— en la Conferencia del Partido Conservador en Blackpool en octubre de 1985. Foto: Getty.
El monopolio público se había transformado en un monopolio privado en el que, salvo en contadas ocasiones, los accionistas se lucraron con jugosos dividendos mientras los consumidores perdían poder adquisitivo por el aumento de los precios. Así, tras el gobierno de Thatcher, los pobres se empobrecieron aún más y aumentó su número —pasaron de 5 a 6,6 millones—, mientras que los ricos se enriquecieron como pocas veces.
En 1987 creó la poll tax, una tasa comunitaria que buscaba gravar la vivienda para prácticamente todos los adultos: pasarían de pagar impuestos 14 millones de personas a 38 millones. La idea era conseguir «responsabilizar» a los pobres, que, según la visión de Thatcher, eran unos irresponsables que pretendían no pagar por los beneficios sociales y por eso votaban a los políticos que les ofrecían un pago progresivo de impuestos. Aunque entró en vigor en Escocia entre 1988 y 1989 y en Inglaterra en 1990, la poll tax supuso la ruina política total de Margaret Thatcher. La sucesión de protestas y la fuerte caída de su popularidad provocaron su renuncia el 22 de noviembre de 1990; fue sustituida por John Major.
Guerra no solo en las Malvinas
La URSS y los sindicatos fueron dos grandes conflictos para la Dama de Hierro. Aunque parezca impensable a tenor de su biografía, del origen de su popular sobrenombre y de su exacerbado anticomunismo, Thatcher combatió a la URSS con seducción política, lo que se debió a la excelente relación que mantuvo con el líder soviético Mijaíl Gorbachov: «Me gusta Gorbachov, es un hombre con el que se puede hablar».

Margaret Thatcher mantuvo una excelente relación con Mijaíl Gorbachov, del que afirmaba que era un hombre con el que se podía hablar. Foto: Getty.
Respecto a los sindicatos, quedaron encajonados entre la férrea apuesta por el libre mercado y el pronunciado anticomunismo de Thatcher. Y es que, en cierta manera, los sindicatos también formaban parte del Estado y del comunismo, razones más que sobradas para ser eliminados, y la guerra no se hizo esperar: Thatcher los combatió con ferocidad desde su llegada al poder. Entre 1980 y 1984, ilegalizó los piquetes fuera de los centros laborales y cercenó gran parte de la inmunidad de los sindicalistas. Paradójicamente, fueron los sindicatos los principales causantes de la victoria de Thatcher tras el llamado «Invierno del descontento» (1978-1979). En 1978, el entonces primer ministro, James Callaghan, anunció que la subida salarial quedaría fijada en el 5 %, cuando la inflación se situaba en el 8 %. Ello provocó la virulenta oposición de los sindicatos: trabajadores de diversos sectores provocaron con sus huelgas —algunas muy impopulares— subidas salariales por encima de la inflación y fueron vistas por una mayoría como excesivas. Una gran parte de la sociedad británica consideró que los sindicatos se habían convertido en una suerte de tiranos y que el Gobierno laborista se encontraba a la deriva.
La huelga de mineros de 1984-1985, provocada por el cierre de una veintena de minas que afectaba a 20.000 puestos de trabajo, terminó en una derrota sin paliativos de la Unión Nacional de Mineros (NUM), entonces dirigida por Arthur Scargill. El sindicato de estibadores y otros negaron su solidaridad a los mineros, que sufrieron terribles penurias durante un año entero —fue la huelga más larga desde 1926—, y la resistencia de Scargill a negociar y de Margaret Thatcher a ceder un ápice provocó que los huelguistas, extenuados, regresaran a sus puestos. Habían perdido un año de empleo y no habían conseguido nada. Las demás huelgas fracasaron, una y otra vez, ante el mismo acero. Era el principio del fin de los movimientos sindicales en el Reino Unido.
El Ceniciento final del Thatcherismo
El final del thatcherismo (1990-1997) fue conducido por John Major: uno de esos «bobos» que disgustaban a Thatcher que —eso sí— eliminó la poll tax.

El primer ministro (1990-1997) John Major, diría que «uno a la reina le puede decir todo. Incluso pensamientos que no quisieras compartir con el gabinete». Foto: Getty.
Sin embargo, la Guerra del Golfo, en 1991, y la peor recesión económica en Gran Bretaña desde los años treinta deberían haber sido suficientes para terminar con su fortuito primer mandato en las elecciones de 1992. Por el contrario, resultó elegido primer ministro en un entorno de desmoronamiento político que después de las elecciones se intensificó. Así, el Viernes Negro de septiembre de 1992 obligó al Reino Unido a abandonar el mecanismo de cambio entre la libra británica y el marco alemán creado por el propio John Major cuando era ministro de Hacienda, lo que unido a la enorme deuda británica en 1993 —50.000 millones de libras—, el aumento de los impuestos indirectos y la reducción del gasto público en 10.000 millones de libras hundió al Partido Conservador en las elecciones municipales y locales de 1994 y 1995, respectivamente. Fue entonces cuando Major hizo lo que habría hecho su predecesora —privatizar—, pero ya no quedaba oro en la mina y el que quedaba no resultaba tan sencillo de extraer: la privatización del ferrocarril, en 1996, fue un rotundo fracaso.
El diálogo da sus frutos
Sin embargo, no en todos los aspectos políticos John Major se comportó como la Thatcher, dado que en 1993 incorporó al Sinn Féin, el brazo político del IRA, al diálogo sobre Irlanda del Norte. Ya con Tony Blair como primer ministro, se firmó el alto el fuego definitivo. Meses después, el Viernes Santo de 1998, el IRA renunció a la lucha armada tras el acuerdo obtenido, que gravitó sobre la creación de una Asamblea en Irlanda del Norte con capacidad legislativa y ejecutiva y en la que protestantes y católicos se repartirían el poder.
La reina Isabel II estuvo en el país en 2011, en la que sería la primera visita de un monarca británico a Irlanda desde su independencia en 1921. Fue «un paso crucial» en el proceso «de normalización de las relaciones con nuestro vecino más cercano». «Aquella visita fue un éxito, gracias, en parte, a los muchos gestos amables y cálidos que hizo la reina durante su estancia en Irlanda», indicó el primer ministro irlandés, Micheál Martin.