(Tomado del Facebook de Héctor Miranda)
Moscú.- Mi padre tenía media caballería de tierra para ganado y frutos menores. Una parte, la mayor cantidad, era pedregosa y árida, donde no podías plantar nada sino tenías cómo regarla. La otra, la que estaba pegada al nacimiento del río, era baja y ruin. Allí solo se sembraba frijol en enero y maíz de agua, como le decía mi viejo a esas siembras que se hacen en tiempos de lluvia y que siempre están en riesgo de perderse por el exceso de humedad, que convierte a la planta en un organismo enclenque, que al final solo da unos frutos raquíticos.
En 1983 ya éramos siete. Los dos abuelos, mis padres y tres hijos, una de ellas recién nacida. Por entonces, mi padre y unos amigos consiguieron un permiso para limpiar un pedazo de marabú en unos potreros baldíos con la intención de sembrar frijoles a seis manos. La cosecha, en aquel lugar, se partiría a partes iguales entre los tres campesinos, que estuvieron dos semanas dando hacha sin descanso, del amanecer a la noche. Al final, un viernes caluroso de junio o julio, terminaron con los últimos arbustos de marabú y se citaron para la mañana siguiente para recoger todo lo que habían cortado y con las mismas plantas hacer una especie de cercado, o valla, para evitar que el ganado que solía pastar por aquellos lugares, entrara y se comiera la plantación.
Ese viernes llegué de pase del pre. Y el sábado me fui a ayudar a mi padre y a sus amigos. Halé marabú desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Cuando terminé, extremadamente agotado, porque halar esas plantas espinosas, que se traban donde quiera, es una tarea titánica, me tumbé a dormir debajo de un mango frondoso casi a la cabecera de la tierra recién limpia. Dormí allí hasta las 10 de la noche y hubiera amanecido, si mi padre no llega a ir a buscarme.

Mi padre y sus amigos, que ya murieron todos, se sintieron timados. Pero como en Cuba siempre fue así y la posibilidad de discutir, analizar y ofrecer soluciones nunca existió, no les quedó más remedio que recoger sus sacos con frijoles, montarlos en una carreta tirada por bueyes y largarse de allí.
Un año después pasé yo por las cercanías de aquel lugar y movido por la curiosidad, quise ver lo que habían sembrado en aquel sitio que tanto había costado limpiar. No pude llegar, el marabú estaba de mi tamaño. Al volver a casa le comenté a mi padre y me respondió, encogiéndose de hombros, que ya lo sabía. Y me dijo una frase que nunca olvidaré: «Esta gente no come ni deja comer», como para decir que no siembran ni quieren que nadie siembre.
Esas tierras, todas, se perdieron entre un mar de marabú. Los escasos campesinos que vivían en esa zona, que sembraban maíz, frijoles, tenían vacas y cerdos, terminaron por abandonar aquellos lugares ya inhóspitos y luego se murieron agobiados por la tristeza. Mi viejo aguantó unos años más, pero en 2013 un infartó lo sacó de allí y de este mundo.
Ninguno de los hijos volvió jamás a aquella tierra. Un sobrino aún trabaja aquel pedazo de tierra áspera y ruin, sin la posibilidad de tener jamás un tractor para roturar el campo, una turbina para regar agua, o un poco de malla o alambre para cercarla. Sin lugares donde comprar semillas, ni fertilizantes…
Así pasa con todos los campesinos de Cuba, o con la inmensa mayoría, salvo aquellos de Artemisa, Mayabeque o Pinar del Río, que garantizan las cosechas de papas, ajo, tabaco y algunas otras cosas que generan divisas y algo de comida para la capital del país. El resto no cuenta.
Las políticas erradas, una tras otra, año tras año, terminaron por convertir los campos de Cuba en tierras perdidas, estériles, donde no se puede sembrar nada, ni criar nada. Y el campesino, el que siempre produjo una parte de lo que la gente consumía, se convirtió en enemigo número uno. Aún recuerdo los tiempos del Mercado Libre Campesino, una pausa en el extremismo, que llenó los mercados de viandas, frutas, legumbres, verduras y carne, pero cuando los censores, los de la cúpula, vieron que algunos estaban haciendo dinero, lo cortaron de raíz.
En Cuba, solo los elegidos podían tener dinero. Son los mismos que lo tienen hoy, esos a los que no le falta la leche, la carne, los quesos, la gasolina para pasear, los bares para hacer más plata y darse la buena vida. Los otros, pagan las cuentas… como siempre.