Por René Fidel González ()
Santiago de Cuba.- En toda sociedad en que el sistema político, la cultura y la diversidad de prácticas y formas de socialización que de él se derivan determinan la instauración, expansión y jerarquización de la exclusión política de los ciudadanos, la corrupción es un paradigma.
La exclusión política puede ser vista como un patrón de degradación y desactivación sistemática de la igualdad de los ciudadanos en la vida pública, que a menudo suele ser instrumentado – e incluso abiertamente enaltecido – como el elemento integrador de una identidad política predominante, o como una práctica legítima, deseable y jurídicamente válida, también como el valor totalizador de un imaginario político capaz de permitir indistintamente la invención, el reconocimiento y individualización del otro como el otro político excluible. Pero todo ello es en realidad partes de un paradigma de corrupción política.
Para imponerse y prolongarse en el tiempo, este necesita tal concentración y monopolio de poder, de facultades y medios para reservar invariablemente a sus operadores la impunidad, que resulta ser inevitablemente la eficaz y proactiva matriz de cualquier otra forma de corrupción.
No se trata entonces de que en dichas sociedades las estructuras y las interacciones individuales o grupales estén sometidos a un alto grado de estrés político o económico, o que en ellas los individuos hagan colecciones de comportamientos en base a experiencias sociales y políticas éticamente defectuosas. Se trata de que las sociedades en las que un paradigma de corrupción política se instaura durante suficiente tiempo acaban siendo sociedades corruptas.