EL AMANECER HUELE A LOS HIJOS

SUGERENCIAS DEL REDACTOR JEFEEL AMANECER HUELE A LOS HIJOS

Por Elena Corujo Morales ()

Villar de Sarria.- Desde un pueblo de los Pirineos franceses una amiga me envía el artículo de Leonardo Padura “Más polvo en el viento”, y una nota: Mi madre de 95 años me pregunta todos los días cuándo regresaremos a su casa de Cuba, a Cuba, y no puedo decirle que nunca. Me parte el alma.
Leo a Padura y me siento como un miembro amputado, un poco de ese polvo en el viento que viene a unirse al purín de un pueblo de vacas, en la Galicia rural de mis ancestros.
Mi amigo Nelton me escribe los jueves, para no hacerme llorar el sábado o el domingo, los días que menos soporto. Me dice que luego que se fueron Daniel y Aylin, sus hijas y yo, se siente el último músico del Titanic
Yo también milito en el club de la tercera edad, aunque a veces esa alegría heredada me sorprenda buscando tesoros en el fondo del río de Sarria donde podía irme hasta inicios del otoño a escuchar a Cohen, a Pablo, a Silvio. Luego llegó el invierno y el Parole a los míos, mi Macbeth, Yula, los nietos y vuelta soñar un abrazo que cada día se hace más impreciso.
Hay una parte de la historia de Cuba que solo pueden contar las madres, el día en que en cada cuadra más que un comité se erija un monumento por todo lo que hemos dado a una nación, y que va más allá del nombre. El día en que, en cada playa, allí donde algunas no quieren volver, una mujer de piedra otee el horizonte.
Hablo de las que se quedaron más que de mí, por las que apretaron lágrimas en la despedida y dijeron, avanza, soy feliz si lo eres tú, y nunca más han vuelto a reír como antes, y viven pendientes a la llamada del domingo, reparten entre todos lo que el hijo ausente envía… para ti, viejita, para que no me carezcas.
En los ochenta se fue una amiga de la escuela, nos vemos en las redes y no le he dicho nunca que empecé a quererla cuando su padre llegaba en los mediodías a compartir un café y besar a mi hijo, tan huérfano de abuelos como él de nietos. Nunca le dije que su hija no era mi mejor amiga e inventé historias de travesuras para verlo reír.
Un día se me fue mi hermana, mis sobrinos, Maritza, y el muchacho del parque, mi primer novio, y un ejército de vecinos, amigos, novios que me van diciendo adiós desde lanchas, aviones y balsas. Esta oleada larga que sobrecoge, que se interna en selvas y ríos, que va negando derroteros en mensajes que ellas callan para que lleguen, para que no se los maten.
¿Quién puede pedirle a una madre cubana que resista? ¿Qué clavija se atreve a apretar esa armazón?
En la Galicia profunda hacer amigos cuesta un central. Se vive tratando de no añorar nada, de no recordar tanto de no sentir el sabor de las frutas del patio.
Abrazarse cada noche a la muñeca de mi niña, sin Dios para pedirle nada. Tratando de que no lleguen las crisis de angustia en las madrugadas.
Al final hay un olor que no puedes olvidar. Tal vez la vegetación diferente, el sol, qué se yo, pero solo quisiera “después de verlos”, amanecer un día en Cuba, aunque volviera cuando levante el sol, porque hay olores que solo se encuentran con el alba o el cuello de los hijos.

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