REENCARNACIONES

Por Héctor Miranda (Tomado de Facebook)
La Habana.- Siempre creí que era un reencarnado, una de esas personas con vida en el pasado. Incluso con más de una. Ciertas lecturas no son siempre buenas y aquellos libros de psicoanálisis que me prestaba un amigo le daban respuestas a algunos de mis recurrentes sueños, pero me sumergían en un mar de dudas, sin explicaciones, por otro lado.
Cuando era niño soñaba una semana tras otra que un grupo de facinerosos me ahorcaban. Llegaban a una aldea de campo donde vivía con mi familia, me interrogaban en un idioma que no entendía y luego de darme unos pescozones y no obtener respuesta, me subían a un tronco, me ponían una soga como corbata y la ataban a un gajo de cualquier árbol. Siempre me tocaba mirar de frente a las casas donde debía estar mi familia: unas viejas edificaciones de piedras con techos de hierba, al más puro estilo del campo inglés, de las cuales comenzaba a salir un humo gris, como el de un incendio en ciernes.
Despertaba cuando uno de aquellos hombres envueltos en gruesos abrigos de pieles le daba una patada al tronco. Con el grito de auxilio me despertaba, justo antes de que la soga se apretara sobre mi cuello de niño o adolescente. De tanto contar aquella historia, con el tiempo no regresó más, pero vinieron otras. Como si una vida hubiera dado paso a otra. A otras.
Ya era un joven. Entonces soñaba que estaba enrolado en algún ejército que peleaba en la Primera Guerra Mundial. Lo sabía por el vestuario, las banderas, la indumentaria y el armamento. Las últimas escenas eran casi de un combate cuerpo a cuerpo: bayonetas, gritos, lamentos, disparos, sangre, barro amarillo, miedo. De pronto, desde un promontorio, a la izquierda de donde estaba mi escuadra, se levantó un tanque. El cañón, inmóvil, como se usaban en esos años en aquellos carros de combate que ahora son anacrónicos, apuntó al cielo, pero mis amigos y yo sabíamos que cuando bajara, nos fulminaría.
Nunca vi el fogonazo. Jamás sentí la explosión, pero despertaba sudado siempre, sobresaltado, con sensaciones raras, y me costaba agarrar el sueño de nuevo. Eso pasaba semana tras semana. Hasta que un día, muchos años después, aquellas dantescas escenas de guerra se marcharon para siempre.
Pero quedaban otras: el barco en el que viajaba había sido alcanzado por un torpedo y caí al agua. O estaba en el agua de pronto, sin imaginarme cómo logré salir a flote junto con otros miembros de la tripulación. Unos blasfemaban aterrorizados, otros nadaban hacia una mole negra cuyo reflejo lúgubre permanecía sobre las aguas y en las cuales se podían leer aún tres letras: «HMS…». Éramos marineros en tiempos de la II Guerra Mundial…
El agua era fría, tremendamente fría, y justo cuando las imágenes se perdían de lo borrosas y el frío me acalambraba las manos y perdía la noción de las cosas, me despertaba. Podía ser en el más tórrido verano, allá en Palmarejo, pero despertaba loco en busca de algo con lo que taparme.
Desde hace unos años, dejé de soñar con esas cosas, pero seguí creyendo en las reencarnaciones. Para mí, porque lo leí, Alberto Durero era un reencarnado. Y Mozart también. Hasta un amigo, el más feo de todos mis amigos, me parece que viene de otra vida, porque en estos tiempos no suelen nacer personas así. Pero la prueba definitiva me la acaban de mandar hoy de alguien que vieron en el Metro de Moscú. La foto es de acá, pero la mandaron de Miami. Y no me cabe dudas de que este de la foto también reencarnó.

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