Por Jorge Sotero
La Habana.- En octubre de 2022 andaba yo de taxista en La Habana. Agarraba un viaje para cualquier lugar. Me daba lo mismo Guanabo que Santiago de Cuba. A aquel carro rentado había que sacarle el dinero porque las cuatro mujeres que tenía en casa había que alimentarlas, y la situación cada vez iba a peor.
Una mañana estaba en la Terminal de Ómnibus, esperando a que cayera alguien para un viaje largo. Era viernes temprano y desde el miércoles no me llamaba nadie para ir a provincias. Y los viajes a provincia eran los buenos, sobre todo a aquellas a las que se podía ir por la Autopista, porque las carreteras siempre estuvieron malas y adentrarse en la Central, o en el Circuito Norte o el Sur, era una locura.
Mi teléfono sonó. Alguien me llamaba desde el exterior, pero estaba medio adormilado, recostado en el asiento del viejo Seat Córdoba, que cada vez parecía más nuevo. Solo había que tocarlo para que respondiera y estuviera listo para el camino, como el más brioso de los corceles, sin que jamás se lamentara de ningún dolor.
No respondí. Le quité el sonido y seguí recostado en el asiento. Media hora después me despertaron unos toques en el cristal.
-Buenos días… ¿Te atreves a ir a Sancti Spíritus?
-Holaaa… ¿Qué sí me atrevo? Nos vamos ya. ¿A qué lugar de Sancti Spíritus?
-A la ciudad. Por el Camino de La Habana, después de la línea del ferrocarril. ¿Conoces el lugar?
-Ahí vivía mi abuela… como la palma de la mano.
-Tenemos que ir a buscar unas maletas a Calzada, cerca de la Cancillería. ¿Puede ser?
-Nos vamos…
Tres horas y media después parqueaba frente a una casa blanquísima en el Camino de La Habana. Bajé las maletas, entre un segundo al baño, me tomé un rico café al que me invitaron y entonces me acordé que hacía cuatro horas no revisaba el teléfono. Tenía más de 30 mensajes, uno de ellos de un amigo de Cumanayagua, para que pasara por su casa cuando fuera al interior, que me tenía un regalo. Y no decía cuál. Y otro de Helena, una vieja amiga a quien siempre le manejé cuando venía a Cuba.
Helena fue la que me llamó. Me llamó varias veces y cuando se cansó de que el teléfono sonara y yo no lo cogiera, me dejó un mensaje:
“Soterito, estamos enredados en un proyecto lindo. En enero, presumiblemente el 1, queremos darle luz a un viejo sueño, el de tener un periódico. Estamos en esto (José Pepe) Centella y yo. Somos los únicos en plantilla fija y queremos que seas tú una de las dos patas que nos faltan para arrancar. Espero que te atrevas. Un abrazote grande. Nos vemos pronto por allá”.
Lo leí tres veces, porque no entendía bien, y porque en ese momento solo pensaba en pasar por Cumanayagua. Siempre me apasiona ir a Cumanayagua. Hay tantas cosas allí que me cautivan, que no podría mencionarlas todas. Así que tomé camino a Cumanayagua.
Unos minutos después, sonó el teléfono. Era una llamada por Whatsapp, y era Helena.
-Primero no contestas el teléfono, y luego lees los mensajes y no los respondes. Hay que ser educado, me dijo, y soltó una de esas carcajadas de mulata linda que siempre me cautivó.
-Vengan todos los reproches. Pero yo trabajo y nadie que maneja puede andar respondiendo mensajes por ahí, porque acá las carreteras están malas -le dije para justificarme, y ella volvió a reír.
-Te hice una proposición…
-No la entendí.
-Te cuento… -Y hablamos una hora. Cuando entré a Cumanayagua ya era yo uno de los periodistas de El Vigía de Cuba. Y lo peor, sin salario, y eso que yo había dicho que no trabajaría para nadie si no me pagaban bien. Mis experiencias anteriores fueron funestas, hasta que decidí dejar lo del periodismo y esperar a que un día un medio de prensa extranjero me contratara.
En 15 años sin ejercer el periodismo y luego de enviar currículum y fotos a no sé cuántos lugares, solo me escribió un periódico chino de carambola, y un medio iraní. Sabían más que yo de la situación en Cuba y me ofrecieron poco más que el salario de un periodista de Granma. A ninguno de los dos le respondí. No soy esclavo. Y seguí en lo mío, en lo de manejar y buscarme mi dinerito cada día para que mi familia pudiera sobrevivir.
Después de decirle a Helena que sí, sentí temor. Llevaba años sin escribir una línea. Ni tenía, ni tengo, redes sociales, y si acaso escribía algo eran cuentos para mis hijas, sin otras pretensiones. Pero me enrolé, porque la idea de hacer un periodismo serio, sin caer en las ridiculeces de un lado u otro, en las cosas sucias de la farándula ni en las mentiras del gobierno, siempre me apasionó.
Cuando llegué a la casa se lo conté a mi esposa y puso el grito en el cielo.
-Estás loco… ¿de qué vamos a vivir?
-Siempre habrá comida en esta casa -le dije y fui al closet, saqué la laptop y me encaminé con ella a casa de Michel para que me la pusiera ready y así empezar en enero.
Dos días después me volví a sentir periodista, pero no arrancamos el 1 de enero, ni el 10, ni el 20. Solo abrimos el 28. Me parece que fue ayer. Al principio todo era lento, pequeño, pero con los meses fue cambiando, las presiones aumentaron, los pedidos y el ojo del periodista se fue aclimatando de nuevo. Volvió a ser sensible, al extremo de que cuatro meses después entregué el Seat y busqué trabajo en una paladar en las noches, de guardia, para tener tiempo de escribir para El Vigía de Cuba.
Ahora tengo los ojos hinchados, me caigo de sueño, pero soy feliz. Soy parte de El Vigía… y sé que un día conseguiremos nuestros propósitos, el de abrirle los ojos a los cubanos y unirlos, hasta tener una patria libre, que fue el sueño de aquel que nació el 28 de enero, el mismo día que vio la luz este periódico.