LA PECERA Y EL PAÑUELITO

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Por Esteban Fernández Roig ()
Miami.- Comienzo por aclarar que no sé -o no creo- si en realidad se llamaba “La pecera”, pero supongo que los cubanos le llamamos así porque al entrar ahí todos pensamos que era la forma en que se debían sentir esos pececitos tropicales dentro del acuario.
Jamás yo he podido tener una de esas peceras en mi casa, porque me recuerdan a “la pecera” de Rancho Boyeros.
Ahora sé que era simplemente un muchacho de 17 años, sin embargo en ese momento me sentía un hombre en toda la extensión de la palabra, sobre todo porque allí había niñitos de hasta cinco años acompañados sólo por un sacerdote. Creo -no estoy seguro- que eran parte del glorioso programa «Pedro Pan».
Dentro de la pecera nadie conocía a nadie, gente totalmente desconocida a nuestro alrededor, no sabíamos quién era anticastrista y quiénes eran agentes del G2.
Los milicianos entraban como si fueran los dueños del recinto, como decíamos en Cuba “como Pedro por su casa”.
Un grupo de tres esbirros -en mangas de camisa y uno las traía arremangadas, y pantalones verde olivo- entró y le gritaron a un hombre: “¡Tú no te vas para ningún lugar!”
Nunca lo olvidaré: El compatriota, con tristeza infinita reflejada en el rostro, se defendía diciendo: “¡Ustedes no me pueden hacer esto, yo solamente voy visitar a mis hijos que están en New Jersey, viviendo en casa de unos desconocidos!”
Yo -con los ojos aguados- hice la cosa más absurda del mundo en un intento de consolarlo: Me acerqué al señor y traté de darle cinco pesos cubanos que tenía en el bolsillo. Le dije: “Oiga amigo, a mí este dinero no me va a servir para nada en los Estados Unidos, lléveselos usted”. No cogió el dinero, simplemente me estrechó la mano.
Todos teníamos allá adentro emociones encontradas: La tristeza de abandonar nuestro país y la alegría de salir de aquel infierno en que los HP habían convertido a Cuba.
La emoción de saber que esa “pecera” sólo era el trampolín que nos catapultaba a la dicha infinita de salir de allí rumbo al avión salvador.
En la distancia veía a mi madre que a cada segundo se llevaba un pequeño pañuelito (hoy diera todo lo que tengo por ese pañuelito) a la cara para secarse las lágrimas.
Y levantaba la mano en forma de despedida. Angélica Gómez -su hermana- la tenía abrazada sin soltarla para evitar que cayera al piso desmayada.

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