Por Jorge Luis García Fuentes ()
Hermosillo.- Me acordé de una película que veía a menudo en los noventas (The Best of The Best, 1989), y el buscador de Roku me la ubicó entre los archivos de Tubi. Nunca fue una joya del cine de artes marciales, pero sí una franquicia con tres secuelas más, innecesarias supongo, con algunas buenas peleas del coreano-americano Phillip Rhee (el único artista marcial real del equipo americano), un aceptable esfuerzo no demasiado creíble de Eric Roberts, menos del difunto Chris Penn, y de fondo siempre se agradecía la voz de James Earl Jones como el respetable entrenador, el único afroamericano de la competencia.
Por entonces en casa teníamos un reproductor de Betamax, no muchos casetes, y a veces había que sentarse a repetir. En épocas más juveniles aquel final con desenlace inesperado, de melodrama heroico y moraleja sabia, me conmovía bastante.
Una de esas tardes en que la volvía a mirar, compartiendo con algunos amigos, entre ellos José Luis Hidalgo, recuerdo que mis lagrimales se humedecieron al momento en que el presunto villano coreano, con parche en un ojo, se volvía honorable, ofreciéndose a Tommy como su nuevo hermano —al original lo había matado él mismo en un torneo similar, años atrás, pero bueno, ya qué…—, y reconocí en voz alta que sí, que se me había aflojado la zapatilla de la emoción.
—Imagínate tú —me reconfortó Jóse, señalando a Eric Roberts y demás luchadores apolismados, aguantando y lagrimeando a más y mejor— mira a todos esos machotes rudos ahí haciendo pucheros, ¡¿cómo no va a llorar uno aquí, chico!?…
Con ese mismo espíritu de guerrero me acomodé a verla, después de casi treinta años.
Y he de reconocer que las mismas lágrimas viriles volvieron a brotar, indetenibles.