EL OLOR DE LA MANDARINA

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Por Gretell Lobelle ()
Mantilla.- Las calles de Mantilla están llenas de gente que no va a ningún sitio. Gente que busca aquello que saben, desde que despiertan, no encontrarán. No solo de pan vive el hombre; en este archipiélago cada día hay menos pan y palabras.
Llevo días sin salir. Solo puntualmente, cuando me hace falta comprar algo que no puedo conseguir desde casa. Evito la calle. La gente anda en una aceptación adaptación que me resulta casi molesta. En este sitio se empieza a construir una identidad que va de colas, churre, vulgaridad, policías. No me gusta lo que veo.
Una muchacha ha cruzado la calzada sin mirar el tráfico. A mí la sangre se me enfría. Ella ni se ha dado cuenta del claxon, y ha seguido hasta la otra acera. Perdida. Nada importa. Morirse también es parte de estos días. Ya no vivimos, o quizá seguimos el curso natural de estos tiempos.
Veo un grupo de personas en la esquina de la tienda. Me acerco a una señora, una mulata mayor, y le pregunto «qué están vendiendo?». Me veo parte de este sitio del que tanto me he cuidado no parecerme a él, pero es imposible desprenderse del vicio con que anda la mayoría.
Me sonríe con gracia, con una sonrisa pícara, casi burlona: «es una cola para darle de baja a muertos y los que se han ido, mi niña!». Entonces caigo que la cola que veo es de la Oficoda que colinda con la tienda. En Mantilla todo queda uno al lado de lo otro en la calzada. Cierto cinismo se activa y pienso que hemos comido de los muertos y de la gente desperdigada por el mundo. Ahí hay más de 60 personas.
Sigo caminando. A esta altura me percato de que no sé qué ando buscando. A veces me pasa que salgo con un propósito que se diluye por el camino. Me pierdo en otras cosas, en esa compulsión por comprar, por llenar la casa de cosas que necesito o no, pero tenerlas y olvidarme que hay un mundo del otro lado de la puerta de mi casa.
Andar, andar sin rumbo fijo. Ya no me preocupa esta abulia, antes sí, pero hace tiempo me dejó de importar este estado en el que ando, donde las cosas que me importan tienen nombre y apellidos. Días que me dejo llevar sin un propósito marcado. Mientras sigo desandando la calzada, voy mensajeando con él. Él me importa, me importa mucho. Es afán beberme toda la ilusión que me proporciona.
«Niña, vas a tropezar», me dice Miguelito, que siempre me saluda. Miguelito, que antes me vendía de todo y me quitaba de encima mil preocupaciones. Ahora ni Miguelito tiene negocios. Le devuelvo el saludo. Hay gente en Mantilla que me gusta, que admiro. «¡Ay Migue, no temo tropezar. Por no haber en este pueblo feo no hay ni obstáculos!». El ríe con una carcajada que lo ilumina.
Sigo en mi romance del Palmar. Siempre encuentro ciertas evasiones. Él me manda unas fotos de mandarinas. Me sabe y se esfuerza por hacerme feliz. Me encantan las fotos de sitios lejanos. La vista es romántica y el espíritu vuela. Una que se obliga a no ser parte del todo pedestre, se agarra hasta de una foto. Entonces pienso en el olor de las mandarinas y me hallo buscando ese olor en la memoria. ¿He olvidado ese olor? Me empiezo a poner triste. También he dejado de usar esa palabra.
El pensamiento se enreda. Mi hija nunca ha comido mandarinas. Se ha perdido el placer de pelarlas. La cáscara, olor del cítrico. Comerlas hollejo a hollejo. Cierro los datos móviles. Prefiero que él crea que mi conexión está fatal a que me sienta triste. Después le explico. Si algo tengo con él es esa comodidad de hablarlo todo, sin juzgar, sin presuponer. Él tiene mil rollos en la cabeza y yo el vicio de pensar que los rollos de los otros son peor que los míos. Me he prometido no contaminarnos con tristeza ni miserias.
Llego a la pizzería que está frente al correo. Ahí siempre hay un gentío comiendo pizza. Las pizzas subieron a 150 pesos. Todavía no entiendo la leyes de oferta y demanda de este país (no entiendo nada de este país). Subieron los salarios y los precios han aumentado descomunalmente, para eso hubieran dejado el mismo salario y se hubieran evitado el gasto en fabricar papelitos.
La pizzería está cerrada, no hay harina. De pronto, por asociación, recuerdo que había salido a buscar pan, pero no hay pan.
Del otro lado de la acera, en un portal, hay un muchacho con una tanqueta blanca de plástico. En ella, tiene unos paquetitos de galletas minúsculas, más caras que «cualquier pedacito de oro». Me alivia. Esta búsqueda tan básica como la del pan me deprime de una manera descomunal. Cojo dos paquetes y se los compro. En otra época habría protestado. Me habría molestado. El precio absurdo me habría llevado a soltar insultos, el precio es desmesurado, pero ya no.
Vuelvo a casa. ¡No quiero parecerme a Mantilla, a Cuba! Camino sin prisa. Camino evadiéndome, como me impongo, llenando la cabeza de sensaciones gratas. Sigo buscando en la memoria el olor de la mandarina.

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